A retos que vienen de antiguo (como la temida liberalización, medidas que merman la rentabilidad y que obligan a ser cada vez más eficientes poniendo en peligro la calidad del servicio, o la imposición de ciertas normas sin definir que llevan a la inseguridad) se unen ahora otros, como el desprecio emergente de algunos directivos (por ejemplo, el de la Consejería de Políticas Sociales y Familia de la Comunidad de Madrid, desde la que se dice de nosotros, literalmente, que «sólo llevamos la bolsas de medicamentos de un lado para otro») o las amenazas de agentes externos como Amazon y Glovo que, sin necesidad de un cambio normativo, van a convivir (ya están conviviendo) con nosotros, aunque algunos no nos hayamos dado cuenta hasta hace poco.
Este último es para mí el mayor reto al que la farmacia se debe enfrentar, pues pone en riesgo el actual modelo de farmacia (el más garantista del mundo para los pacientes) y el farmacéutico debe saber convertirlo de amenaza en oportunidad. Cambiemos, pues, el terreno de juego, porque si vamos a un campo de batalla planteado por plataformas como las mencionadas, la farmacia comunitaria, tal como la conocemos, independiente y asistencial, desaparecerá sin ninguna duda. Más adelante explicaré cómo. Se puede.
Por tanto, la respuesta a la pregunta del título de este artículo debe ser un tanto «gallega», pues «depende», ya que requiere un análisis en profundidad como el que tenemos que hacer en atención farmacéutica. Fijemos el estado de la situación para sacar las conclusiones al final.
Es necesario concretar cuatro aspectos fundamentales: ¿Cuál es el perfil? ¿Estamos suficientemente formados? ¿Estamos bien representados? ¿Tenemos las herramientas en un entorno tecnológico suficientemente potente?
¿Cuál es el perfil? ¿Estamos suficientemente formados?
No cabe duda de que el ritmo al que la sociedad avanza es cada vez más rápido, y el que no sea capaz de adaptarse a ello desaparecerá, al menos tal como lo conocemos. Este planteamiento por supuesto también es válido para nuestra tan querida como vapuleada profesión, la farmacia. Ahora bien, cabe preguntarse por qué es tan querida y, sobre todo, por qué es tan vapuleada. En un porcentaje muy amplio la respuesta a ambas preguntas está en nosotros mismos, los profesionales. En mis años como profesor asociado en la universidad, llevo viviendo de manera directa cómo a los alumnos se les hace pasar por una travesía en la que, además de tener que adquirir ciertos conocimientos a golpe de codos, tazas de café, dedicación y renuncia a tiempo libre, también deben afrontar pruebas en las que se les exige que sean capaces de recopilar información, entenderla, integrarla, razonarla, asumirla y exponerla. Todo ello de manera crítica y desde la perspectiva de la responsabilidad, sabedores de que se están entrenando para llevar a cabo una profesión que trata sobre la salud de los demás, y teniendo la vocación de servicio a la comunidad como uno de los pilares básicos de su resignación frente al sacrificio que deben afrontar.
No obstante, cada vez que mis alumnos, al ver que mi perfil es crítico con la profesión, me preguntan si «merece la pena», yo les respondo de manera clara y rotunda que sí. Es una profesión bien valorada por la sociedad y que a un egresado le permite ganar sin idiomas, sin máster, sin ningún tipo de especialización, 1.700 euros al mes. Es decir, el problema no es de la profesión o de la universidad en sí misma. El problema es que, en algunos casos, la actitud cortoplacista, la seguridad que da tener cierta independencia económica, sentirse valorado, ser dueño titular propietario de una empresa que es además un establecimiento sanitario, etc., hace perder la perspectiva en muchos casos. Como vocal de la patronal de Madrid (Adefarma), he podido encontrarme con una minoría (aunque no por ello debemos ignorar que existe) de profesionales titulares de farmacia que, a pesar de ser empresarios con una densa pátina asistencial (o al revés), tienen un perfil medio equivalente al de cierto tipo de adjunto o «facultativo»: en la mayor parte de los casos, no entienden el entorno como algo cambiante, dinámico, sujeto a un sinfín de normas sanitarias, administrativas, tributarias, representativas e incluso sociales, y no están dispuestos a «recopilar, entender, integrar, razonar, asumir y exponer», y mucho menos «de manera crítica», a pesar de ser capaces de ello, toda esa información cambiante. Las normas que se les dan, o no las conocen más que someramente o, si las conocen, las aceptan sin más. Esto respondería a las dos cosas: éste es el motivo de que sea tan querida pero, a la vez, tan vapuleada.
Por tanto, ¿estamos suficientemente preparados? La respuesta es sí, pero hay perezosos que no lo están; es decir, disponemos de las herramientas, pero la preparación es como la dignidad: hay que cuidarla, mantenerla y alimentarla de manera permanente. Los que no lo hagan (cada vez son menos), moralmente no pueden ni tan siquiera quejarse de que las cosas cada vez estén peor; los que sí lo hacen, aunque también se quejen de lo mismo, están posiblemente, sin saberlo, en una situación de ventaja competitiva frente a los primeros. Situación que se verá más exacerbada cuanto más extremo sea el escenario. Enhorabuena por tanto al lector, porque, si está leyendo artículos sobre la profesión, sin duda pertenece a este segundo perfil.
Asistimos permanentemente a muestras que indican la preponderancia y el triunfo (quizá momentáneo, pero eso es materia para otra discusión) de la sociedad civil. De manera cada vez más patente, las autoridades (llamémoslas «competentes») toman medidas que rigen la normativa con la que debemos batallar, encaminadas al empoderamiento del paciente (con eso debemos lidiar), pero también del ciudadano en general, es decir, de nosotros mismos (y eso ni lo entendemos, ni lo aprovechamos, ni lo exigimos). La máxima institución que nos representa (nuestro respectivo colegio profesional engarzado en el Consejo General) tiene atribuciones y capacidad para negociar en nuestro nombre aspectos cruciales que dirigirán el rumbo de la profesión. Sin embargo, en el fondo a muy poca gente parece interesarle (se pueden contar con los dedos de una mano las propuestas que se envían a las diferentes asociaciones al respecto). Eso sí, nos falta tiempo para criticar el trabajo que han llevado a cabo otros farmacéuticos a costa de su tiempo cuando hay que acatar alguna norma, a pesar de haber tenido la oportunidad de hacernos oír en asambleas colegiales a las que se decide no asistir nunca. Cada vez hay menos gente interesada en formar parte de estas instituciones, aunque todas tienen un potencial enorme para hacer crecer la profesión. No valen las excusas (no es válido decir que no hay interés en las instituciones porque son mejorables); el farmacéutico, igual que pasa con la formación, debe implicarse y asegurarse de que está bien representado y formar parte de ello, opinando e incluso molestando cuando aún está a tiempo, no a toro pasado. Todo esto nos lleva a un callejón con una sola salida: nos hacemos dependientes de unos pocos profesionales que sí quieren asumir esa responsabilidad, lo cual hace que, aunque se esté bien formado, e incluso aunque, como veremos después, se disponga de las herramientas tecnológicas necesarias, pueda no ser posible afrontar ni los viejos ni los nuevos retos emergentes. Por tanto, las instituciones en sí mismas sí son útiles, imprescindibles, pero, para que lo sigan siendo o para que lo sean aún más, estas instituciones piden a gritos mayor implicación por parte de los afectados.
¿Tenemos las herramientas en un entorno tecnológico suficientemente potente?
Como decía al inicio de este artículo, el reto más apasionante es, sin duda, la aparición de nuevos actores en el escenario de la farmacia. Un farmacéutico sólo puede enviar medicamentos a casa de un paciente si pasa por varios trámites burocráticos y desembolsa en torno a 4.000-5.000 euros por una web tras acreditar su farmacia, y esto además sólo le permite enviar medicamentos que no necesiten receta. Si una farmacia decidiera enviar medicamentos de cualquier tipo a casa de un paciente (por la razón que sea, aunque sea por necesidad del paciente y aunque fuera gratis) sería inmediatamente sancionada. No puede negar el lector que es cuando menos sorprendente que a empresas como Deliveroo o Glovo sí se les permita hacer esto de manera expresa, cobrando lo que dichas empresas estimen por este servicio. Ante la incredulidad del lector, le ruego que haga la prueba. Yo la he hecho varias veces y me traen, a mi propia farmacia, medicamentos como paracetamol, eso sí, curiosamente, lo pida donde lo pida, dentro del mismo término municipal o distrito, me lo traen de la misma farmacia. Éste es uno de los principales motivos por los que, cuando alguien ajeno a la profesión habla de «sector privilegiado», me entre la risa. Estas puertas están abiertas para plataformas más grandes como Amazon, o que quieren serlo, como Trébol. Plataformas que anulan la independencia y menoscaban el rigor asistencial que motivaron tantas noches de estudio y sacrificio.
Esto es un ejemplo que pone de manifiesto toda la problemática y la respuesta de la que estamos hablando: unidos, los farmacéuticos asociados, formados o solicitando la colaboración de los que lo están, que no temen al futuro, que se adaptan a las nuevas necesidades emergentes en lugar de quejarse de ellas o ignorarlas (y pelean), pueden con todo. Estar preparado para lo que está por venir es apasionante, y depende de ti.