Boticas blancas con cascabeles

Desde luego, en los tiempos que corren, el título de la tertulia no es un genérico. Tampoco es una broma, es la tentación a la que siempre cedo de los parónimos sean voces homónimas o sólo homofónicas.

EF484 TERTULIA

Mi fastuosa amiga Carlota Caulfield, vertiginosa mujer cubano/californiana de sangre irlandesa, deslumbrante poeta adicta a la moda, me envía su reciente libro Fashionable, en donde da forma a la transferencia del mutuo afecto de sí misma y las piezas de ropa que usa y los objetos de los que se rodea, y me dejo llevar por la querencia dicha cuando inicia así su soliloquio: «De niña usé boticas blancas con cascabeles. Después soñé con zapatos de tacón que nunca tuve, excepto por un día cuando me disfracé de adulta: pude convencer a la taquillera del cine que tenía 16 años y logré entrar a ver Desierto rojo de Antonioni. Los zapatos eran de mi tía Mary, unos zapatos de los años veinte que causaron locura entre mis compañeras de instituto». Un libro deslumbrante y divertido para los amantes de la buena prosa y la elegancia natural. Un juego de palabras que coincide en la mesa de mi estudio con el artículo de Rafael Reig «Farmacia de guardia», ingenioso prestidigitador que identifica biblioteca y botica transformando libros en específicos farmacéuticos. Uno entre múltiples ejemplos: «También hay antibióticos de amplio espectro, para todos los públicos, con el pequeño inconveniente de que, para que funcionen, hay que terminarse la caja entera, aunque ya te encuentres bien: La noche de los tiempos, de Muñoz Molina, que es la II República y la guerra civil a base de Clamoxil». Se le disparan filias y fobias con indudable encanto, como cuando alude a los libros en comprimidos efervescentes que son para enfermos imaginarios y solo curan esas patologías voluntarias provocadas por el propio paciente.

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Con un ejemplo más corrosivo imposible: «Hay ciertos libros que actúan como placebos, es decir: son inocuos, daño no hacen, pero en realidad no contienen ningún principio activo. La gente los lee de buena fe, se sugestiona y cree que le están sirviendo de algo. Es el caso de la poesía de (omito el nombre de uno de nuestros premios Cervantes): no es nada, solo agua con azúcar, una pastilla de colores, pero hay hipocondríacos intelectuales que se la tragan y piensan que les está haciendo un gran efecto. Se sugestionan hasta convencerse a sí mismos de que están leyendo algo sublime, para paladares muy exigentes, y que ya están curados de todos los males y, sobre todo, de la mala conciencia».

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Pausa, pidamos tiempo como en los partidos de baloncesto. Ni Carlota ni Rafael están en El herbario de Gutemberg y quizá, sin quizá, con su excusa a este «herbario» quería llegar como anuncio de su próxima publicación. Es el no desdeñable esfuerzo de narrar la historia de venenos, medicamentos y farmacia a través de la literatura, un esfuerzo económico de Cofares, editorial de Turner y autoral de tres firmas más o menos habituales en El Farmacéutico. Juan Esteva de Sagrera se ocupa de la literatura universal, Javier Puerto de la literatura española hasta la generación del 98, y quien escribe de lo que resta de la literatura española hasta nuestros días. Colección de hojas secuestradas de los más bellos y significativos textos literarios, en un elenco cuasi imbatible que va de las drogas sugeridas por Homero en la Iliada a la «Oda a la Farmacia» de Pablo Neruda pasando por el arsenal de La Celestina. Variopintas hojas simples o compuestas, lanceoladas o acorazonadas y hasta imparipinnadas que quizá ya no vuelvan a imprimirse en papel puesto que la galaxia Gutemberg agoniza. Confiemos en que se tome su tiempo. 

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