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  • Dos premios diferentes

La tranquilidad ante la sentencia del Destino y la agoniosa necesidad de forzar el fallo del Planeta. Mientras abro los regalos de Reyes, algunos libros. MIGUEL DELIBES. Cuando en 1955 se presentó al premio Nadal era un joven vallisoletano, burgués y universitario con esa tililante duda entre opciones propia de quien está seguro de sí mismo sin haber superado aún ninguna piedra de toque. Era periodista pero quería ser escritor y quería conseguirlo con su primera novela, La sombra del ciprés es alargada, no su mejor novela pero sí su mejor título. De no ganar el premio de la editorial Destino renunciaría a su carrera de novelista y se dedicaría a sus otros afanes entre los cuales el de periodista era previsible y el de cazador ineludible. Aceptaría el fallo, de no ser distinguido entre iguales para qué insistir. En aquellos años el Nadal concedía, como la cartilla militar al recluta, un «el valor se le supone» referido a la palabra escritor. Dado su carácter serio, sosegado y liberal es de suponer que Delibes, de no haber ganado el premio, sostuviera su criterio de renunciar a una de sus más caras vocaciones. Para fortuna de las letras españolas no fue así, ganó el cazador de palabras de un mundo castellano viejo que agoniza: «En la coquina de la ribera había ya chiribitas y matacandiles trómpanos. Una ganga vino a tirarse a la salina pero viró al guiparnos. Sólo se sentían los alcaravanes al recogerse. Así, como nosotros, debió de sentirse Dios al terminar de crear el mundo». INES PALAU. Cuando en 1975 se presenta al premio Planeta es una mujer de cincuenta cumplidos, molturada por las circunstancias y aventada de sí misma por el amor, se siente «hundida en la abyección» en una espiral de delitos, drogas y erotismo de la que solo puede liberarse mediante la literatura y está dispuesta a pagar por ello un precio inimaginable. Junto al manuscrito de Operación Dulce (asalto a un banco tan detallado que la hace sospechosa de haber participado en el mismo), envía al editor Juan Manuel Lara una carta: «Le pongo en bandeja de plata el mayor éxito editorial de su carrera». Confiesa que la vida le ha convertido en un despojo bastardo y cómo entró blanca en prisión y salió con el alma negra, también su indeclinable amor por Senta, la Vicenta, a quien dedica la novela planetaria. Todo eso lo cuenta en una novela anterior, Carne apaleada, puro sentimiento y realismo social, memorable por la descripción del espanto delictivo cuando aún estaba vigente la ley de Vagos y Maleantes. Ese continuo peregrinaje por coches celulares, comisarías y encarcelamientos. El éxito que ofrece a la morbosidad publicitaria del premio es su suicidio y, en efecto, un día antes del fallo se arroja al paso de un tren cargando la suerte del morbo al hacerlo de forma infrecuente, situándose a lo largo de un solo rail con lo cual en aquellas fechas desaparece toda posibilidad de autopsia. No gana el premio, la anécdota del suicidio es difícil de digerir, pero la novela se publica haciendo constar en la solapa que llegó hasta la penúltima votación. Gana Mercedes Salisachs con La gangrena, con el obsceno exhibicionismo de cómo la sociedad bienpensante digiere mejor los deslices de las altas esferas que los de los bajos fondos. No digamos los de una tríbada descarriada. En la presentación de la novela, las lágrimas de Senta profetizaron hasta donde podría llegar en el futuro la televisión basura. Eso es amor, quien lo probó lo sabe: «Me necesitaba y no podía fallarle, aunque a la hora de la verdad no fuera más que su paño de lágrimas. El árbol del cual hiciera leña. El césped que pisara. La copa que vaciara. No me importaba. Yo debía estar a su lado como un perro fiel y amigo. Amor no es dar sino darse».

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