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  • La enfermedad del miedo

Hacía ya un tiempo que no lo veía. Me lo encontraba con mucha frecuencia tomando café muy temprano, en el bar de grandes cristaleras que hay en una de las esquinas de la plaza. Aunque lo echaba de menos, nunca me acordaba de preguntarle a su hija por él cuando la veía entrar en la farmacia.

Su intervención quirúrgica era inminente. Le causaba mucho desasosiego que le tuvieran que reemplazar válvulas cardiacas. Me trajo varias veces todo tipo de informes, en los que el cardiólogo estimaba que era necesario hacer la operación. Una estenosis aórtica que agravaba su riesgo cardiovascular, la enfermedad pulmonar obstructiva crónica que le había legado su antiguo hábito de fumar, además de una edad que avanzaba sin descanso, hacían recomendable la cirugía.
La primera vez que lo citaron a las pruebas de anestesia no se presentó. Tenía miedo, me dijo. Pero luego terminó por admitir que era lo que debía hacer. El miedo... ese desagradable compañero de camino que tenemos, con demasiada frecuencia, a nuestro lado.
Durante los meses que acudió a la consulta, el miedo era parte inseparable de nuestras citas, como un tercer invitado que trataba de interferir en nuestra relación terapéutica. A mí me preocupaba en extremo que tomase 75 mg de amitriptilina cada noche. Sus efectos cardiotóxicos eran conocidos, y su contraindicación, tanto por sus 80 años como por la estenosis aórtica, hacían recomendable su sustitución. Pero, una vez más, tenía miedo al cambio. Me dijo que lo había intentado, pero la sustitución por otro antidepresivo y la utilización de un hipnótico para dormir le habían sentado muy mal.
Lo intentamos. Hablo por su médico de familia y por mí mismo, pero nuestro adversario era mucho más poderoso. Y terminó por vencer, de esa forma autodestructiva en la que las enfermedades contagiosas (y esta lo es) acaban triunfando.
Al fin, un día me encontré a su hija. Le pregunté por él, y me dijo que hacía 2 meses que había muerto. No dio tiempo ni de realizarle la intervención. Un problema cardiaco fulminante acabó con su vida en la cocina de su casa. Fue la amitriptilina, fue el miedo, o fueron ambos. El caso es que este pobre hombre ya no es más que un recuerdo en la memoria de su familia y de su farmacéutico, al que también le venció el miedo.
Mi primer sentimiento fue de impotencia. Pensé que, si los servicios de optimización farmacoterapéutica fueran una realidad, casos como este se hubieran evitado. Hoy no lo tengo tan claro, porque poderoso enemigo es el miedo.
Ahora, ya con una perspectiva más serena de lo que pasó, lo único que me queda es afrontar mis propios miedos, pensando en hasta qué punto nos paralizan y nos dejan a merced de un devenir que acontece ajeno a nosotros, al inmovilizarnos.
Espantemos nuestros miedos. Los de cada cual y los colectivos. Tampoco como profesión nos podemos permitir huir de las pruebas de anestesia, para acometer la necesaria intervención que precisamos para sobrevivir.

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