Algo huele a podrido y la sociedad empieza a estar harta del hedor de la corrupción que invade muchos sectores de la economía y de la política. Cada día que pasa existe una conciencia más clara de que las costuras de un modelo pueden saltar por los aires si no se pone remedio.

Es cierto que los usos y las costumbres de nuestra sociedad han sido tolerantes con las pequeñas corruptelas. Hemos construido una sociedad que ha tenido, y mantiene aún, en el subconsciente colectivo al Lazarillo de Tormes como un referente de las maneras de actuar y de sobrevivir en la jungla del día a día, pero esta herencia de ninguna manera justifica que aceptemos que unos cuantos listillos o privilegiados tengan pingües beneficios aprovechándose de la rectitud y el buen hacer de la mayoría.

La farmacia es una pieza fundamental de la sociedad, se debe a ella. La farmacia debe sentirse orgullosa de poder aportar valor para su crecimiento y mejora. Ese papel importante que la farmacia asume también implica un alto nivel de responsabilidad y le obliga a condenar con el mismo grado de contundencia que criticamos las prácticas corruptas de la élite política y empresarial, las prácticas y las actitudes de algunos actores del sector que no son correctas, que se saltan la legalidad vigente, que sirven para enriquecer fraudulentamente a unos pocos y que perjudican a la mayoría.

No hay ninguna excusa válida que justifique a los que pervierten el circuito de distribución del medicamento, que se inicia en la industria y finaliza en una farmacia como garante de una dispensación profesional al paciente. Cualquier otra vía paralela debe ser condenada y liquidada. Es cierto que el mercado global y las diferencias abismales de precio de los medicamentos entre países son una suculenta tentación, pero los valores éticos deben servir para superarla y, si la ética no es suficiente para algunos, esos aprovechados también deberían pensar en el peligro que representa debilitar y desprestigiar un modelo del que ahora mismo están participando.

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