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No volveré a explicarlo

Hoy les he explicado a mis alumnos la lección sobre la Ilustración y sus repercusiones sanitarias y farmacéuticas. Será la última vez, pues el año que viene estaré jubilado. Esta clase, con la del Renacimiento, es la que más me agrada.

No volveré a explicarlo
No volveré a explicarlo

Una de las cosas que más sorprenden a los alumnos es el pétreo inmovilismo de largos periodos históricos, la continuidad durante siglos de teorías falsas y medicamentos ineficaces, perpetuados siglo tras siglo, cultura tras cultura, sin que surgiesen movimientos renovadores. Supongo que les han inculcado que el progreso es algo natural, que se produce por sí solo. Nada más lejos de la realidad. Las mejoras hay que trabajarlas, y defenderlas frente al inmovilismo y la estulticia.

Me gusta el Renacimiento porque renovó una cultura medieval anquilosada e iluminó Occidente con magníficas esculturas, pinturas y ciudades, porque fue una época en que las pasiones humanas se mostraban sin disfraces y donde la gente peleaba sin disimulo por alcanzar la belleza, el poder, la inteligencia, el honor, el placer y el sexo. Me gusta la Ilustración porque terminó con siglos de oscurantismo y de opresión, demolió los cimientos de la sociedad estamental, reaccionaria y jerárquica, y puso en el centro de la sociedad la cultura, la educación y la razón. Todo cuanto ahora tenemos de valioso procede de la Ilustración: la democracia parlamentaria, la soberanía popular, los parlamentos, la libertad de voto, la igualdad entre el hombre y la mujer, la separación de poderes, la igualdad ante la ley, los derechos humanos, la prohibición de ser discriminado en función del sexo, la edad, la religión o el pensamiento político... La Revolución Francesa lo resumió con su memorable proclama: «Libertad, igualdad, fraternidad». Libertad ante el poder, igualdad entre los ciudadanos, solidaridad entre los individuos para construir el Pacto Social. De la Ilustración procede el movimiento político más formidable de todos los tiempos: el liberalismo, que goza de mala prensa en España, un país donde la derecha tiende a ser ultraconservadora y la izquierda, cuanto más radical en teoría, más reaccionaria en la práctica. Liberal, una palabra muy apreciada en el resto del mundo civilizado, se considera casi un insulto en España. Lo que se aplaude es ser un reaccionario de derechas o de izquierdas, es decir, un antiilustrado.

El prodigio realizado por la Ilustración fue no definir una ideología, sino una actitud de respeto hacia las personas, que pasan a constituirse en seres libres, en ciudadanos, con la capacidad de tomar sus propias decisiones. Sólo el liberalismo abre el juego para que todos puedan manifestarse. Los demás, sean conservadores de derechas o radicales de izquierda, cierran el campo, adoctrinan y someten, imponen su verdad y su modelo, si es preciso por la intimidación o por la fuerza. Los antiliberales gozan de sus derechos precisamente gracias al liberalismo del que abominan, a los liberales que insultan. Cierto, no todos los que se dicen liberales lo son, algunos son simples partidarios de perpetuar un modelo económico en el que el rico consolida sus privilegios. Pero eso no es liberalismo, eso es el conservadurismo de siempre.

Nadie sabe muy bien qué es la izquierda y la derecha, qué es ser progresista y qué reaccionario. Para mí, sigue habiendo una regla de oro: cuanto más te aproximes a los ideales ilustrados, a la libertad, igualdad y fraternidad, a la concepción de las personas como ciudadanos, más progresista eres. Cuanto más te alejes de ese ideal para rendir culto al Estado, la Nación, la Idea, la Causa, la Identidad, el Proyecto, más reaccionario eres. Recordemos al gran Montaigne: ser necio es disculpable, puesto que la necedad abunda, lo inaceptable es perseverar en ello, ser un necio aplicado. Lo intolerable es empeñarse en la estulticia y alardear e incluso enorgullecerse de ello. Pues eso. No volveré a explicarlo.

 

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