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Uno de los textos atribuidos a Heráclito sostiene que la guerra es el padre de todas las cosas, que la discordia es la regla normal de comportamiento, el principio que rige los cambios y la historia. Una observación desoladora, que podría comprenderse si la guerra desempeñara una función válida para los intereses de la Humanidad. No parece ser así, o al menos no somos capaces de entenderlo. ¿La especie más evolucionada, sofisticada e inteligente está condenada a la guerra y al caos? ¿Es la confrontación inevitable e incluso imprescindible? De ser así, éste sería un mundo áspero y desagradable, sin mejora posible. Quizás el único problema es que nos cuesta, nos duele aceptarlo.

Acaso sea ingenuo y cándido pretender que el mundo se organice de forma racional y sensata, pero si es así, ¿qué ilusión puede sostenerse? La Humanidad se ha refugiado en muchos movimientos, teorías, religiones y principios, acaso precisamente para edulcorar una realidad en exceso desagradable. ¿Lo consiguen? ¿Hacen menos dura la existencia? ¿O más bien sus seguidores, llevados por el entusiasmo, aumentan todavía más el desorden y la confrontación? Los textos con más influencia en la historia de la Humanidad ponen, literalmente, los pelos de punta. El Antiguo Testamento, el Corán, Así habló Zaratrusta, El manifiesto comunista y Mi lucha han ofrecido proyectos que han convertido la Historia en un matadero. Sus buenas intenciones, cuando las tienen, no han evitado que en nombre de esos textos hayan sido masacradas millones de personas. ¿Por qué tienen tantos seguidores esos textos mesiánicos, proféticos, que prometen redenciones y purificaciones que desembocan en el crimen? El Libro del Tao es una excepción que favorece la armonía y la paz, pero es un texto de difusión menor y reducida al ámbito individual. ¿Por qué cuando un texto está libre de alentar el crimen no encuentra tantos seguidores como los que intentan imponer un criterio único mediante el fanatismo y la violencia?

Hay otra excepción, un texto profético que habla de amor incrustado en unos textos bíblicos anteriores y posteriores que destilan orgullo y venganza. Los evangelios son un texto insólito que lanza un mensaje sin precedentes contra la violencia y que tiene por protagonista a un ser excepcional, que se describe como el Hijo de Dios, y que recibe por parte de la divinidad y de los hombres un trato que debiera haber sido analizado más a fondo y que no incita al optimismo. Las palabras de Jesús suenan extrañas incrustadas entre textos como la historia del Diluvio Universal y la culminación de la Biblia, un Apocalipsis que corta la respiración. Pero incluso ese mensaje de paz y amor no ha podido impedir que sus seguidores hayan declarado, en su nombre, guerras de exterminio. La cruz convertida en espada, como si al final todos quisieran dar la razón al viejo Heráclito, como si fuera cándido llevarle la contraria y la discordia lo presidiera todo.

Nikos Kazantzakis puso en boca de Zorba el griego estas palabras: «Muchos buscan la dicha más alto que el hombre; otros, más bajo. Sin embargo, la felicidad está a la altura del hombre», cita que procede de Confucio, otro hombre sabio que intentó desalentar la violencia y el desorden al precio del desánimo y de una vida jerarquizada y reglamentada en la que la urbanidad es el recurso utilizado para desarmar a los beligerantes. La pregunta es por qué sucede todo esto, por qué se escriben libros incendiarios que encuentran millones de seguidores que se instalan en el fanatismo y van gozosos hacia el exterminio ajeno y el martirio propio. Por qué los antídotos contra la discordia parecen limitarse al estoicismo, la inacción, la renuncia y un moderado nihilismo. Alguien debiera, algún día, ser capaz de explicarlo.

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