Discreta como pocas, constante como nadie, Elena hace un trabajo de hormiguita desde hace muchos años, desde que la conozco. Desde mis tiempos de inocencia, diría yo, de una época en la que «creía», en la que aún no sabía que muchas veces las ilusiones las sustentan suelos vaporosos, en la que desconocía que compañeros de armas tan sólo luchaban por ambiciones personales.

No es que ahora no crea, no es que aquellos soldados que descubrí, que en realidad no eran más que generales de su propio ejército, me hicieran apostatar, sino que ahora creo en menos personas, tan sólo en aquellas que se parezcan, aunque sea remotamente, a Elena.

Elena renunció, tampoco sé por qué, a una cómoda vida de funcionaria. Digo cómoda porque eso es lo que a mí, que siempre fui autónomo, me parece. Quizá se deba a que en muchas ocasiones envidiamos aquello de lo que carecemos, aquello que no somos y que nos gustaría ser, a pesar de que sea más que probable que, si alguna vez lo llegásemos a ser, acabaríamos anhelando lo que teníamos antes.

Elena es una pionera, aunque no se reconozca como tal y otorgue esa distinción a otros. Y también es verdad, es mucha verdad. Es pionera porque fue de las primeras; es verdad porque no ha padecido esa enfermedad crónica que padecen muchos de los líderes de su profesión. Ella, sí, ella hace, intenta mejorar lo que hace, pero no dice. No dice a los demás lo que tienen que hacer, no cuenta las batallas vacías que otros contamos. Simplemente, ¡y nada menos!, hace las cosas lo mejor que sabe y vive día a día para hacerlas mejor.

Elena es farmacéutica. Imagino que alguien a estas alturas lo habrá adivinado. Lleva veinte años luchando desde su farmacia por dignificar su profesión de la única manera que una profesión puede ser digna, contribuyendo a mejorar a la sociedad de la que forma parte, disminuyendo el sufrimiento de las personas, acompañando su dolor, cumpliendo la misión que le tienen encomendada, que no es otra que hacer de su especialidad, el medicamento, una herramienta más útil para la salud de las personas. Y lo hace con honestidad y en equipo, porque Elena no es sólo Elena, sino su equipo también; y lo hace con profesionalidad, con ética hacia las personas a las que sirve, y con generosidad, con mucha generosidad, porque esta profesión farmacéutica está condenada a realizar su trabajo a cambio sólo de generosidad, de ahí que sean tan pocos los que se puedan parecer en algo a Elena.

He dudado muchas veces si escribir o no sobre ella. Imagino que, cuando lea este artículo, guardado en secreto hasta que la redacción de El Farmacéutico lo publique, se enfadará conmigo. Y en parte, sólo en parte, no tendré más remedio que darle la razón, porque la haré más visible cuando no lo necesita para nada, porque su trabajo ha sido siempre de hormiga y nunca de cigarra, y en esta profesión adolecemos de tener demasiadas cigarras y muy pocas hormigas, y menos como ella.

Elena es ella y es su equipo, sus farmacéuticos, sus pacientes. Si acaso, también sus compañeros de fuera, los escasos compañeros que aún mantienen viva la llama de la verdad, de la única verdad posible, la que no será posible continuar disfrazando de servicios profesionales por mucho tiempo más.

Gracias a personas como Elena continúo creyendo. Continúo creyendo en personas como ella. Porque mientras existan profesionales de su talla, la verdad no será derrotada y siempre será posible que venga el sol. Para quedarse.

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