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  • Clausura feroz

«Secuencia de una pesadilla en el subsuelo» hubiera podido titularse la película de ser ficción. En Madrid, en una de las infinitas e inmisericordes huelgas del metro (Línea 8, parón en seco en el túnel antes de Colombia estación), seiscientas personas quedaron durante más de una hora atrapadas/enlatadas en sus vagones sin saber si existía un protocolo de salvamento en caso de atrapamiento colectivo. 

Parón, calor, ansiedad y poco a poco los nervios, o sea el camarote de los Marx transformándose en Trenes rigurosamente vigilados. Ante esas imágenes previas al exterminio tratas de no pensar en nada, inviable ejercicio el de no pensar en nada que despierta nuestros más patéticos recuerdos, peor que cuando..., ¿cuándo? ¿Cuándo aquella avería en el ascensor? Estás dentro y ojalá no seas noticia de primera plana. De pronto toda la gente de gris, de luto riguroso, antipáticos poco solidarios. Sin duda el infierno son los otros y el porvenir el de Witiza. Ojalá no se vaya la luz, la oscuridad es el más profundo de los miedos instintivos, los de aplastamiento e incertidumbre son adquiridos. No pienses, ten paciencia y sangre fría. Habías quedado a las 7 pero no importa, el retraso es ya lo de menos. Intentas llamar por teléfono, pero no hay cobertura, tampoco le des importancia. Suspira, el suspiro es relajante para fatigas varias, y aquí se acumulan variadas. Qué hacer con el cuerpo cuando está rodeado de tantos cuerpos extraños y no en cola de rebajas, ni entre el público del concierto, ni en los empujones del semáforo; qué hacer cuando ni siquiera sabes dónde apoyar las manos para descansar los pies cuando sentarse en el suelo puede ser peor remedio por si se produce la estampida. Por contraste, sin contrapunto ninguna situación se visualiza, tantos solitarios en sus casas ansiando la compañía de alguien, una presencia de alguien aunque sea un vendedor de biblias, cien años de soledad, enfermos, viudas o viudos a los que ni siquiera sus hijos. Esa amiga que me dice a punto de llorar: «Tu visita es mi mejor regalo de Reyes». Nadie le había regalado nada. Solitarios que hubieran enloquecido de sobredosis en este vagón de metro. Mucha gente padece claustrofobia sin saberlo, ese pánico que cualquier detalle puede derivar a histeria agresiva con violencia fuera de control cuando los sufrientes son varios y apretados. Ya nadie baila rozándose tanto y cada contacto se recibe como una agresión. Se disuelven las sonrisas y el gesto se agría. Las palabras se vacían de bálsamo y ni siquiera, para perderlo, nadie habla del tiempo porque la pregunta clave sería: ¿Cuánto tiempo nos van a tener aquí encerrados? Y la respuesta se formularía con otra pregunta inquietante: ¿Resistiremos sea cual sea ese tiempo? No importa llegar tarde a casa o retrasarse en esa ansiada cita amorosa o médica, lo importante es salir de este encierro y mover los pies, no salir con los pies por delante. Los ruidos. Ese oído atento a cualquier sonido exterior, ni cruce de trenes ni sirenas, solo el fragor estertóreo de tantas gargantas, tanto cabreo y niños llorando. Que no se vaya la luz. Sería terrible tener que romper los cristales blindados de estas ventanas y asomarse al exterior, avanzar a tientas por el túnel de Sábato y competir con o como las ratas. Los lemmings suicidándose colectivamente, no piense en nada, paciencia y sangre fría aunque bien sepas que nadie baja indemne de una cruz. Escuchen, alguien viene, mantengan la calma. Por fortuna la hora no es tan hora punta como hubiera podido ser, de ahí que en el parte del Samur solo hubiera 14 casos de histeria, cinco desmayos nerviosos, dos heridos leves y un parto prematuro. El infarto mortal del día siguiente no se contabiliza.

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