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  • Atrapar un cóndor

El cóndor es un ave extraordinaria en más de un sentido, ninguna vuela más alto por encima de los Andes ni alcanza su envergadura, más de tres metros con las alas abiertas, y su majestuosa presencia se asocia a la libertad, de ahí que figure en todos los escudos de los países andinos. De sus múltiples leyendas me impresiona la de su última dignidad: cuando se siente acabar vuela por encima de las cumbres, cierra las alas, las pega a su cuerpo y se deja caer a plomo sobre el cantil más abrupto.

Pero el cóndor para un hombre puede significar más, mucho más, un máximo ético y moral del que no habíamos oído hablar hasta que nos lo contó Horacio Martín Rodio, un metalúrgico de por el rumbo de Burzaco, Argentina, al ganar con su cuento Atrapar un cóndor el concurso de Rentería. Con sus mismas palabras, más o menos. Lo primero es dar con alguien que te explique cómo, difícil, pues suele ser un secreto custodiado por los viejos. Uno tiene que agenciarse un potrillo y esperarlo seis meses, el animal debe poder llegar hasta los 2.000 metros de altura por sus propios medios, nada de tironearlo. Hay que elegir un lugar amplio, tiene que haber cancha para correr al ave. Hay que refregarse al animal durante el viaje, uno debe oler igual que la presa; el cóndor es bicho muy visteador, pero también oledor, desconfiado como buen pájaro carroñero. Al potrillo hay que matarlo de un tajo en el cogote para que sangre mucho y sufra menos. El olor de la sangre corre como el sonido entre las montañas, disipa las sospechas y el cóndor viene. Su sombra nos advierte de la mirada que la sostiene y uno debe simular ser una roca inmóvil debajo del poncho, ni respirar siquiera. Hay que dejar comer al cóndor hasta hartarse, hasta que la gula y también la pereza le impidan marcharse. Y ahí es cuando irse encima de él, brazos abiertos, poncho al aire, todo grito y coraje, aprovechar la sorpresa. Ahíto le cuesta iniciar el vuelo, desplegar esas alas capaces de cancelar la ley de la gravedad, y corre torpe. Un problema el alcanzarlo, saltarle encima, inmovilizarlo sin hacerle daño. Impresiona tener ese inmenso animal entre las manos, que lucha, al que no se puede dañar y que a su vez puede lastimarnos seriamente. Su pico es poderoso y sabe usar sus garras, sabe dónde están las partes blandas de todos los mamíferos. Muchos flaquean con él en los brazos. Hay que inmovilizarlo para que entienda que ha sido vencido. Sin dañarlo, no se daña a un pájaro que vuela tan alto. Hay que mirarlo a lo profundo de su ojo de asombro, él debe vernos para entender que no es el único rey; luego hay que darle la vuelta a la cara y mirarle el ojo del miedo, él debe captar en nuestra mirada que no se daña un cóndor. Nuestro mensaje debe ser muy claro. No se debe soltar nunca el cóndor con miedo, hay que ser paciente y firme. Cuando se ha calmado, cuando ya está tranquilo porque entiende el juego, con mucho cuidado, de golpe, hay que dejarlo libre y algo de nosotros volará, se elevará y se perderá en el cielo con tan magnífica ave. Esto no es el fin, ni siquiera lo más importante del rito de «atrapar un cóndor». Lo inefable es lo siguiente: después debes regresar a tu pueblo y no contarle jamás a nadie que has atrapado un cóndor. Y el colofón: por tu conducta lo averiguarán tus paisanos. Deslumbrante rito iniciático que me provoca una asociación un tanto insólita pero creo que cierta. Puede que todos los maestros canteros, constructores de catedrales a lo largo del Camino de Santiago, enterrados en el cementerio de Noya sin más seña de identidad que el garabato con que signaban su obra, hayan capturado un cóndor (metafórico, claro) en su juventud, justo antes de ponerse en marcha.

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