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Mucho se habla sobre los nuevos servicios profesionales que se pueden prestar desde la farmacia, como una forma de orientar a la farmacia hacia una labor netamente asistencial y al farmacéutico a erigirse como el profesional de la salud que garantice que el establecimiento en el que trabaja sea realmente una puerta de entrada al sistema sanitario.

Se dice que estos servicios profesionales podrían contribuir a equilibrar las pérdidas en ingresos económicos que se producen como consecuencia de la bajada de los precios de los medicamentos, y que permitirían la recuperación de unas cuentas cada vez más menguantes.

Sobra decir, pero por si acaso lo digo, que siempre me encontrarán al lado de quienes apoyen que el farmacéutico apueste de forma tajante y definitiva por ser un profesional de la salud, que garantice no sólo el acceso a los medicamentos, sino que vele también por la efectividad y seguridad de los fármacos. Por tanto, creo que éste es el camino, pero para que el camino sea real y no vaporoso, como el que creamos no pocos profesionales, yo el primero, en la transición entre milenios, sólo una retribución económica justa será la que lo haga posible. El problema, el quid de la cuestión, es quién se hará cargo de la factura. Una cuestión que no es menor y que puede dar al traste con el esfuerzo que se realiza si no se diseña de la forma adecuada.

La farmacia es parte de la estructura de la salud pública. De responsabilidad privada, a diferencia de otras estructuras, pero que garantiza, y por ello forma parte del sistema y tiene la exclusividad de facilitar el acceso a los medicamentos a la ciudadanía. Es una estructura, como todas, que garantiza la igualdad de acceso a la población en función de las políticas que se realizan y, por tanto, cualquier servicio por crear, relacionado con la salud pública, tiene que ir orientado en ese sentido. Que se privaticen servicios a los pacientes mediante el cobro directo hará que existan pacientes de primera y de segunda en función de su capacidad económica, y eso iría contra la esencia de la farmacia como parte del sistema sanitario público, que constituye aproximadamente el 80% de sus ingresos económicos.

Para continuar siendo parte de la estructura, la farmacia precisa que los servicios sean retribuidos por el Estado, porque éste garantizará que los ciudadanos puedan acceder a dichos servicios en condiciones de igualdad, algo esencial en nuestro sistema. Para ello, los servicios que deberían ofertarse tendrían que ser coste-efectivos para el pagador, y no se trata de duplicar servicios que ya ofrece el sistema a un coste menor, sino de ofertar otros nuevos que pueden producir ahorros importantes a quienes pagan la factura que mantiene los servicios sanitarios y sociales: el Estado. O sea, nosotros, los que pagamos impuestos.

Garantizar la efectividad y seguridad de los medicamentos mediante servicios que conocemos, al menos en teoría, y explicamos, al menos en teoría, y practicamos poco, por causa de la retribución, contribuiría a dotar de eficiencia al sistema de protección social al disminuir ingresos hospitalarios y reducir la utilización de técnicas costosas y agresivas en los pacientes, y al evitar bajas laborales y jubilaciones anticipadas, consecuencias de enfermedades evitables. Ofertar este tipo de servicios con una retribución adecuada haría del farmacéutico comunitario y del establecimiento en el que ejerce no sólo la mejor puerta de entrada al sistema, sino que además le devolvería su histórico papel de defensor de la sociedad en materia de medicamentos. Tan sólo hay que saberlo explicar y permitir que se haga, desde fuera de la profesión y, sobre todo, desde dentro. ¿Te apuntas?

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