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  • Malo bueno, Manu Bueno

No hay que poner grandes nombres a lo que hacemos. Si lo que hacemos está bien hecho, su designación se ennoblece por sí misma y su permanencia queda asegurada. Con el nombre de las personas ocurre algo parecido: lo llevamos prendido como una insignia en la solapa, nos precede y nos representa, pero al final es nuestro comportamiento el que lo hace grato o amargo para los demás.

Daniel Pacheco, durante tantos años director de la sección de farmacia del Ateneo madrileño, me encargó un artículo para rendir homenaje a Pedro Malo, y lo encabecé con estos dos nombres propios que repito ahora. Malo fue quizás el periodista farmacéutico más popular del momento, mientras que Bueno fue un deportista de élite. Yo recordaba que mi padre me llevaba al fútbol en mi infancia, cuando los partidos se jugaban los domingos a primera hora de la tarde, y que sus comentarios eran atinados y a veces misteriosos: «Cuando Gento se pone malo, se pone Bueno». ¿Qué quería decir? Manolín Bueno, delantero zurdo del Real Madrid en la década de 1960, fue suplente habitual de Paco Gento. Los dos futbolistas, de fama diferente, se retiraron casi a la vez.

Aprendí después que la antonimia es la relación que se produce entre dos palabras de significado opuesto, y que se denomina «complementaria» cuando la afirmación de un término implica la negación del otro. Si hace frío, no hace calor. Si un hombre es bueno, no puede ser malo. El malo adjetivo y el Malo nombre propio son palabras homógrafas e invitan a establecer sugerencias. De Manu Bueno apenas tengo recuerdos como espectador; de Pedro Malo los tengo abundantes. Fuimos compañeros en la Asociación Española de Farmacéuticos de Letras y Artes, la AEFLA, y también en el Ateneo. Pedro Malo era, «en el buen sentido de la palabra», bueno.

Malo familiarizó entre los farmacéuticos el pseudónimo de Don Duodécimo Edicione, que había surgido en El Monitor de la Farmacia y de la Terapéutica, y al que hizo reaparecer en esta misma revista de El Farmacéutico. Malo sabía enhebrar el humor en el periodismo profesional, algo sumamente difícil, y, lo que es más importante, esquivaba la tentación de hacer daño. Debe uno ser capaz de reírse de sí mismo, de poner una distancia a las reclamaciones del «yo» sin trivializar las penas del otro. El personaje de Don Duodécimo se lo permitía de manera adecuada.

Cometemos el error de creer que es más valioso aquello que es más útil y serio. Consideramos preferible lo que resulta grave o solemne. Pero Pedro Malo nos enseñó el valor del sentido del humor, el valor de aprender a sonreír, a reír.

A Pedro le interesaban los modelos de instancia que servían para solicitar un impreso para poder hacer otra instancia. Le gustaba la levedad de todo aquello que podía corregirse al día siguiente. Disfrutaba de la buena comida y de la buena prosa. Pensaba que es probable que el canal de Castilla no exista en realidad y que lo haya inventado Raúl Guerra Garrido para poder escribir su libro Castilla en canal.

Yo lo llamaba «el Manuel Alcántara del periodismo farmacéutico» y él no me dijo nunca nada, pero José Vélez me contó que le gustaba mucho este apodo. Hoy, un grupo de farmacéuticos, con Javier Puerto y Santiago Cuéllar, se reúne para comer y dialogar y ha adoptado en su recuerdo el nombre de Los malos. Nosotros le reservábamos un hueco en la colección Pharma-ki para publicar una obra suya para la que ya teníamos título: Las memorias de Pablo Bueno. No pudo ser. Quizás todavía estemos a tiempo de hacerlo.

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