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  • La felicidad del «Homo Loquax»

Me dijo «Te doy mi palabra», y a continuación me soltó un discurso interminable ante el que apenas fui capaz de resistir. Y es que el hombre es ciertamente un ser locuaz. A la clasificación, bastante optimista, que nos hemos otorgado como especie, no sólo Homo sapiens, sino Homo sapiens sapiens, le falta añadir esa variedad tan extendida entre nosotros, la del Homo Loquax.

¿Quién no le conoce? Se trata de ese amigo que aprovecha cualquier circunstancia para colocar su discurso, especialmente si es en una reunión social, allí donde el turno de intervención es más costoso. Es alguien que entendió enseguida que venir al mundo consistía en «tomar la palabra». Es alguien que se siente seguro, alguien que no deja pasar mucho tiempo, especialmente si considera a su interlocutor persona de algún prestigio, para largarle su argumento y, una vez empezado, terminarlo siempre aunque se vea sometido a interrupciones.

En las reuniones de trabajo, en el despacho de la rebotica, en las juntas de vecinos, brillan las palabras que sepultan los silencios. Hay que hablar con cierta rapidez, no sea que alguien aproveche el resquicio para meter la cuchara y perdamos el hilo que sosteníamos. Florecen oraciones adustas: «Por favor déjame terminar, yo te he estado escuchando», «Te ruego que no me interrumpas, ahora estaba hablando yo». La retórica se especializa.

Ay del turno de palabra, de la boca que no se enfrena. Tengamos presente la dificultad de escuchar, la cortesía de mantener una actitud atenta. Vivir es saber dialogar. Don Quijote se lo recomienda con frecuencia a su escudero, que en un alarde llega a afirmar de sí mismo que «al buen callar llaman Sancho», pero que a la vez se muestra satisfecho de ensartar continuamente refranes: «Considera y rumia las palabras antes de que te salgan de la boca».

Ocurre, por el contrario, que hablar es también una generosidad, a la vez que un riesgo. Parece que quien dice mucho tiene poco interesante que decir, y que quien guarda silencio es el que sabe. Es conocida la ocurrencia de Groucho Marx sobre este asunto cuando afirmaba que prefería estarse callado y parecer tonto, antes que hablar y despejar todas las dudas. No suele ser el problema más frecuente, pero en un grupo alguien debe asegurar que la conversación sea animada, alguien debe mantener un caudal que no cese.

El verdadero diálogo es el que produce una suerte de multiplicación. Hablamos y escuchamos, y de pronto comprendemos que estamos diciendo mucho más de lo que sabíamos al principio. El otro acaba de expresar algo aparentemente trivial, y yo me doy cuenta de que sus palabras despiertan en mí un contenido profundo que esperaba desde hace mucho tiempo sin saberlo.

Se ha producido el milagro de la comunicación. La felicidad del hombre locuaz ha sido correspondida con el eco adecuado. El yo acaba de encontrar al tú, y lo ha hecho desde la posibilidad que atesoran las palabras, quizás insuficientes pero maravillosas.

Palabras que enriquecen, palabras que consuelan, palabras que persuaden. Sin ser consciente de ello, y en un diseño sorprendentemente simplificado de estrategia electoral, el político ecuatoriano Velasco Ibarra formuló un inusitado elogio sobre el poder de las palabras: «Dadme un balcón y seré presidente».

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