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La ciencia sólo acepta dos maneras, no siempre compatibles, de estudiar la realidad y ganar conocimiento; una es a través de la lógica y de las matemáticas, que son procedimientos formales pero teóricos, y la otra es el conocimiento empírico, basado en la verificación experimental de las hipótesis.

Verificar empíricamente una hipótesis (es decir, una propuesta de explicación racional de un fenómeno) consiste en intentar confirmarla mediante un experimento, de tal manera que, cada vez que se repita el experimento, los resultados confirmarán la hipótesis. Sin embargo, la confirmación de una hipótesis no implica necesariamente excluir la posibilidad de que otras hipótesis diferentes expliquen igual de bien o incluso mejor el fenómeno que estamos estudiando. De hecho, nunca podremos estar seguros de que nuestra hipótesis confirmada es la mejor, y aún menos de que es la única explicación posible de ese fenómeno.
Utilizamos métodos estadísticos para comprobar la coherencia de los resultados experimentales, lo que, en términos prácticos, consiste en reducir hasta un «mínimo consensuado» la probabilidad de que los resultados sean debidos al azar y no a las causas que nosotros atribuimos hipotéticamente. Para ello, empleamos, entre otros procedimientos, el conocido como «falsación de la hipótesis nula», que implica aceptar como cierta aquella hipótesis cuya contraria (la hipótesis nula) hayamos demostrado que es falsa. En resumen, si No-A es falsa, A es cierta. ¿No le parece retorcido?
Obviamente (en efecto, sabía que usted se daría cuenta), este procedimiento excluye cualquier otra forma de conocimiento, como la metafísica (de la teología, ni hablamos), dado que no se le podría aplicar el criterio de verificación empírica. Pero imagine por un momento que la realidad sólo consistiese en aquello que puede describir la ciencia... en efecto, nos perderíamos lo mejor de la vida.
La inteligencia nos hizo fuertes como especie, pero nos condenó a ser conscientes de esa capacidad y sólo podemos renunciar a ella mediante un acto libre, aunque sea por omisión. Por eso somos responsables de nuestro conocimiento y, sobre todo, de nuestra ignorancia; la vida humana es intrínsecamente ética. No caben excusas: dimitir de nuestra inteligencia es una inmoralidad.
La verdad es un objeto con múltiples y diversas caras; cada una de ellas es un reflejo parcial de esa verdad y, por tanto, cada una de ellas es cierta; eso es todo lo contrario de lo que pretenden algunos iluminados, que mixtifican la verdad a base de promediar múltiples mentiras. Por ello, me «pongo de los nervios» cuando oigo hablar de la intersubjetividad como el único camino: los temibles consensos. ¿A usted no le pasa lo mismo?
Dicen los «neopositivistas» que sólo el lenguaje determina los contenidos del conocimiento... más allá de ello, el abismo. Recuérdelo cuando estreche la mano a alguien o bese a la persona amada.

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