Antier citamos una de las frases que dijo Mario Vargas Llosa al enterarse de haber ganado el Premio Nobel: «No seré el outsider de las próximas elecciones a la presidencia» (del Perú, claro) Y nos referimos a la atracción polisémica que sobre uno tiene la voz inglesa outsider, que en la cita de Llosa, en castizo americanismo, se debe traducir como tapado.

Una atracción que quizá comenzase con un relato de Lovecraft, The outsider, que en español, según editoriales, se tradujo como El intruso o El extraño. En 1957 Taurus publica El desplazado, de Colin Wilson, en inglés The outsider, y ahí sí se despertó un interés creciente por la variable nominación de la sicológica dislocación de tantos artistas y escritores que se extiende a variables dislocaciones sociales y no sólo a las del ámbito intelectual. En inglés desplazado se traduce por outsider, pero al español outsider se traduce por las mil y una noche y es esa multiplicidad la que ahora me fascina. Decir que una edición de L'Étranger de Albert Camus se tradujo como «el outsider» y no «el foreigner» es de lo más significativo. Una voz inglesa que desde fuera quiere o puede decir extranjero, extraño, extraviado, intruso, ajeno, advenedizo, alienado, desde muy afuera alienígena. También ahora, por desgracia y frecuencia, refugiado, emigrante. Desde el interior quiere o puede decir inadaptado, proscrito, raro, extravagante, anómalo, marginal, insólito, singular, excepcional. El outsider es alguien en la periferia de las normas sociales, alguien que vive aparte de la sociedad común, alguien que observa al grupo desde fuera, alguien inadaptado que no se ajusta a las circunstancias. Alguien solo. Con múltiples variantes como la política de tapado y en términos deportivos quien compite con pocas posibilidades de ganar. Con el tiempo esta palabra, tan ligada al malditismo, pasó de peyorativa a meliorativa por aquello de la excepción o rareza es excelencia, y quizá sea ese flujo lo que me atraiga. En cualquier caso, el ejemplo máximo de excepción/excelencia, uno de ellos, vaya, de los que más me fascinan, está en la larguísima y discutible novela de Ayn Rand El manantial, la historia del arquitecto Frank Lloyd Wright, en la novela Howard Roark y en el cine Gary Cooper, marginado y cuasi proscrito por un sistema incapaz de asimilar sus innovaciones. Cuando un condiscípulo de Howard le propone a éste que le ayude en el proyecto cumbre de la ciudad, edificio emblemático, la obra definitiva para la consagración de un arquitecto. El colega se sabe por debajo de la excelencia exigida y los dos saben que la autoridad competente nunca se lo encargará a un relapso como Roark. La aceptación de Cooper es un sucinto pliego de condiciones: «Yo lo diseñaré, no modificarás ni un solo trazo ni permitirás que nadie lo haga, no firmaré el proyecto porque no lo edificarían con mi nombre, y no necesitas pagarme nada a cambio». La perplejidad del colega se formula en el interrogante más convencional de los posibles: «¿Y qué ganarás tú? No te vas a llevar ni la gloria ni el dinero». La respuesta es contundente: «Yo lo habré construido». Ese es el punto no álgido sino incandescente de un outsider o curva de tensión que puede empezar en las antípodas de la noluntad de alguien como Roquentin, el protagonista de La náusea de J.P. Sartre: nada puedo hacer porque nada quiero hacer. Pasando por el desplante torero de un tal Smith en La soledad del corredor de fondo de Allan Sillitoe, ese protagonista que se deja ganar la carrera, adelantar por un segundo retrasadísimo corredor, ante el pasmo del público, por pura autosatisfacción y desafío social. Creo que los outsiders me van a tener entretenido y ocupado durante mucho tiempo y como en otras ocasiones, ya es tradición en la tertulia, como con el Canal de Castilla y con los sueños, si alguien conoce a alguno de estos «bichos raros» en la realidad o en la ficción le agradecería el chivatazo. Es un juego, pocas cosas más serias y divertidas que el jugar no siendo niño.

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