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  • Mañana no, hoy

Toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que le asegure, tanto a ella como a su familia, la salud y el bienestar, y en especial la alimentación, el vestido, la vivienda, la asistencia médica y los servicios sociales necesarios. Eso afirma el artículo 25 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, que pronto cumplirá setenta años si el señor Trump no lo remedia. Este artículo constituye la base de la creación de los servicios públicos de salud en Europa, que se han distinguido por ofrecer las mejores coberturas sociales del «mundo civilizado», por llamarlo de alguna forma, y que dio lugar, como uno de los pilares básicos, a las políticas de acceso a los medicamentos.

Hoy día se sabe que ese pilar básico del derecho a la salud llamado «medicamento» falla más que una escopetilla de feria, porque únicamente cuatro de cada diez alcanzan el efecto deseado en el paciente, porque en España mata siete veces más que los accidentes de tráfico, porque, en definitiva, los costes sociales, económicos y de pérdidas de vidas humanas, todos evitables en un altísimo porcentaje gracias a las tecnologías de gestión integral de la farmacoterapia, lo ponen en cuestión.

Hoy día también se hace necesario que se reformule, en materia de medicamentos, ese artículo 25, y que se defienda el derecho que todo paciente debe tener a acceder a medicamentos eficaces y seguros para su salud. Un derecho individual y colectivo, porque si financiamos con nuestros impuestos el acceso a los medicamentos, también estamos, en este caso, malgastando muchos de nuestros impuestos en paliar lo que no debería haber ocurrido.

Hoy hace falta que una profesión tome esa bandera en defensa del derecho a la salud. Pero esa bandera no es de cualquier color, ni de cualquier forma. No, no todo vale. Es, debe ser, la que representa a aquello que ha demostrado de forma real que es capaz de disminuir la morbi-mortalidad asociada a medicamentos, la de la tecnología sanitaria que parte de la evaluación de todas y cada una de las necesidades farmacoterapéuticas de los pacientes, y que asegura que están bien cubiertas, porque se han alcanzado las metas deseadas sin producir efectos adversos, o que, en caso de que haya mejoras que hacer, tenga la capacidad de detectarlas de la forma más ágil posible, así como de diseñar un plan para que dichas mejoras se alcancen.

Hoy es más necesario que nunca que los políticos que elegimos cada cuatro años, a veces cada menos, tomen conciencia de que existe una tecnología sanitaria que puede minimizar este drama. Tampoco podemos retrasar por más tiempo que los pacientes, votantes y víctimas de la ausencia de implantación de esta tecnología sanitaria tomen conciencia de que gozar de medicamentos eficaces y seguros es parte esencial de su derecho a la salud.

Y también hoy los farmacéuticos tenemos que tomar conciencia del problema, y debemos decidir si salir de nuestra zona de confort y apostar por ser los adalides y defensores del derecho de los pacientes a que sus medicamentos no sólo sean eficaces desde ese punto de vista teórico que los llevó a ser autorizados para su uso, sino que alcancen las metas terapéuticas deseadas cuando se utilizan.

Hoy, mejor que mañana, deberíamos decidir si aspiramos a ejercer una práctica centrada en el paciente, o, como hasta ahora, continuar centrados en nuestro ombligo.

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