Cuando mis padres me oyeron cantar, decidieron no decir más a los amigos que yo recibía clases de canto y pospusieron indefinidamente la organización de una velada en casa para escucharme. Fue un pequeño trauma, pero me ayudó a comprender que aquélla no era una de mis fortalezas, y pronto abandoné su cultivo regular.

Sobre cualquier exhibición pública gravita algún comentario maligno que desbarata toda presunción y complacencia. Reproducía José María Pemán la gacetilla con la que un cronista despachaba en el periódico una determinada convocatoria de la víspera: «Ayer en la sala tal, dio un recital de sus poesías el poeta mengano... ¿Por qué?».

Las habilidades que uno cree tener son siempre graduales y con frecuencia inciertas. Así, al asomarnos al pozo de nuestras capacidades o de nuestra sabiduría, debemos estar preparados para encontrar sus aguas estancadas o por lo menos ocupadas. No hay más leña que la que arde, por lo que es preferible ser moderados y no confiar demasiado en la paciencia de nuestros espectadores. Ellos permanecen callados y observan que la única botella de agua presente en la sala está depositada sobre la mesa del ponente, como si escuchar no provocara también sed.

Por otra parte, las convocatorias se multiplican. Recientemente, con motivo de una lectura de poesía, envié una invitación a ocho amigos y recibí hasta catorce justificaciones lamentando su indisponibilidad. No me extrañó, y desde entonces evito distribuir tarjetas individualizadas que pueden ser agresivas en cierta medida: «Espero verte en la sala» o «confío en que puedas acompañarme».

El talento es un don que se recibe, mientras que la habilidad es una afición que se entrena, se educa y se trabaja, pero no por eso debe llevarnos al campo, minado de inconvenientes, de la ostentación. Todos estamos orgullosos de destacar con alguna cualidad, y lo primero que hemos de considerar es su carta de naturaleza. Hay habilidades extendidas, como las musicales o los juegos de magia. Hay habilidades extrañas, tan espectaculares como inútiles. Otras merecen el calificativo de extravagantes, como levantar objetos pesados usando los dientes o las orejas. Algunas no se pueden demostrar. Eso le ocurría a aquel compañero que, teniendo una gran facilidad para comunicarse, no encontraba nunca nada interesante que decirnos.

Pero de ningún modo pueden imponerse sin criterio a los demás ni deben conducirnos a la vanagloria. No es nuestro el mérito de la inteligencia y las condiciones son algunas veces tramposas. Un médico astuto sólo admitiría en su consulta a enfermos leves.

No abramos nuestra tienda si tenemos los almacenes vacíos... y Pemán continuaba: «Cuando falta la materia prima, lo decente es cerrar el negocio». Se refería en realidad al papel del intelectual que lo cuestiona todo, que no hace otra cosa sino dudar en público sin atreverse a poner algún orden en el mundo, pero aquel pensamiento coyuntural servía de advertencia para las convocatorias: «Venga usted mañana al salón de actos para oírme explicar todo lo que no sé sobre el alma humana».

El artista aficionado, el niño prodigio estimulado por sus tutores, es otra cosa bien distinta pero se atreve igualmente: «Venga usted mañana a las ocho a oírme cantar durante hora y media y, si resiste hasta el final, será obsequiado con una copa de vino español». Existe cierta pulsión para manifestarse. En nuestro interior habita una presunción innata.

Pienso en los dones inmerecidos, en las habilidades que creíamos exclusivas pero que no lo eran tanto y a pocos interesaban. Respetemos en nosotros aquello que con mayor persuasión nos induce a la verdadera humildad: la tranquila y paciente aceptación de uno mismo.

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