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  • Ciencia, soledad y mugre

En las suaves colinas toscanas podía verse, de vez en cuando, a un joven volar unos metros con unas alas diseñadas por Leonardo, para a continuación estrellarse. Los manuscritos de Leonardo contienen muchas de esas imágenes. Al seductor Leonardo no le faltaban mozos de recambio en las tabernas florentinas, y las lesiones no solían ser de consideración.

No todos los científicos fueron tan afortunados. Santorio, en el Barroco, no encontró a nadie que quisiera colaborar en sus experimentos sobre la transpiración, y se vio obligado a trabajar en la más estricta soledad. Construyó una báscula gigante, que se conserva en el Museo de Historia de la Ciencia de Florencia. Santorio se pesaba cada día desnudo, y a continuación permanecía inmóvil en la báscula. Sólo salía de ella para pesar la comida que ingería y el líquido que bebía, así como la orina que eliminaba y las heces que defecaba. Se pesaba luego por la noche, también desnudo, e intentaba calcular lo que había transpirado durante el día: al peso de Santorio por la noche le restaba su peso matutino, le añadía lo comido y bebido y le restaba lo orinado y defecado, y el resultado era lo que había transpirado. A la soledad se le unió el fracaso: no existe una ley que regule la transpiración, y sus cálculos no sirvieron para nada salvo para ilustrar la soledad de muchos científicos de los tiempos heroicos.

Francis Bacon fue un paso más allá que Santorio y pecó de temerario. Una noche de invierno experimentó con nieve y un pollo para estudiar cómo el frío ayudaba a conservar la carne, y contrajo una neumonía de la que falleció. Newton usó su propio cuerpo como laboratorio experimental para comprobar su teoría de la percepción de los colores: tomó un punzón, lo puso entre su ojo y el hueso, y apretó con fuerza, tras lo cual aparecieron círculos blancos, oscuros y coloreados.

Leeuwenhoek, el gran microscopista que descubrió los espermatozoides y los glóbulos blancos, dedicó mucho tiempo a la observación de los piojos. Se ponía los piojos en la mano para observar cómo extraían la sangre de su cuerpo. No contento con ello, se puso tres ejemplares adultos en la pantorrilla y se colocó una media apretada para que quedasen atrapados en la pierna. No se lavó durante seis días. Cuando se quitó la media, encontró ochenta huevos fijados a los pelos de la pierna y ningún piojo vivo. Dejó los huevos donde estaban, se colocó de nuevo la media y, al cabo de diez días, vio veinticinco piojos que correteaban por su pierna. Con fino humor, denominó «piojoso discurso» a la carta en la que comunicó su experimento.

Después de con los piojos, Leeuwenhoek experimentó con su sangre, orina, heces, placa dental, pus y mugre entre los dedos de los pies para observar con el microscopio a los animáculos que por allí proliferaban, y mostró su alegría cuando observó en su propio sarro «un número increíble de animáculos vivos, nadando con la mayor destreza que hubiese visto yo hasta entonces». Dejó de quitarse las medias de los pies durante dos semanas, y observó satisfecho la mugre entre los dedos de los pies, e hizo lo mismo con recortes de callos, cera de los oídos y semen.

Leonardo implicó en sus experimentos toscanos a los jovencitos florentinos, y Leeuwenhoek a su esposa, a la que debió de importunar no poco con sus manipulaciones para obtener el semen que más tarde observaba al microscopio. Para no escandalizar a nadie, afirmó: «Lo que investigo es sólo lo que, sin deshonrarme pecaminosamente yo mismo, resta como un residuo del coito conyugal». No satisfecho con lo anteriormente descrito, Leeuwenhoek colocó en el pecho de su esposa, a modo de incubadora, una cajita llena de huevos de gusanos de seda, que más tarde observó al microscopio con la mayor atención. No debía de ser fácil ser la cónyuge del mejor microscopista de su tiempo.

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