Se trata de un sustantivo femenino que puede hacernos tropezar. Etimológicamente, algarabía significa «la lengua árabe», y de ahí se extendió la acepción hacia «manera de hablar atropellada, sin pronunciar bien las palabras». Ambos usos son extraños, y hoy una algarabía se entiende mejor como «voces alegres y festivas» y como un «griterío confuso de personas que hablan al mismo tiempo».

De manera que, bien pensado, la palabra es sinónimo de «algazara», aunque no debe confundirse con el término casi homófono de «algarada», que se refiere a una revuelta o a un motín de escasa importancia. Para ir ampliando posibilidades, algarabía es también el nombre de una planta silvestre escrofulariácea, de la que se hacen escobas.

Para los farmacéuticos de las letras, Algarabía es el título de la novela de José Vélez García-Nieto.

José Vélez tiene las dos titulaciones universitarias, pero no es un periodista farmacéutico, sino propiamente un farmacéutico periodista que, además, durante nueve años ocupó la secretaría general del Consejo y durante un tiempo aún más dilatado ejerció ese mismo cargo en la Asociación de Farmacéuticos de Letras y Artes.

Se cumple ahora una década de la publicación de Algarabía en la colección Pharma-ki (El Farmacéutico, núm. 409), y me parece que es un momento adecuado para comentar su vigencia dentro de lo que podríamos denominar feminismo de la mejor clase.

Algarabía propuso un planteamiento de alto riesgo que el autor supo sortear desde una actitud respetuosa y desde su conocimiento de la condición humana. Cuenta las vicisitudes de una caravana de mujeres dispuesta en el siglo XIII para repoblar las tierras conquistadas por Jaime I en el extremo sur del reino. Si lo miramos con audacia, la trama era una bomba de relojería que hubiera explotado en otras manos menos consideradas. No fue así, pues sin renunciar a cierta ironía se nos presentó la gran metáfora del camino en un plato condimentado sin sal gruesa.

El camino, junto con el anillo o la fuente, es uno de los principales símbolos de nuestra existencia. Todos nuestros pasos transcurren en él y allí nos vemos las caras con los otros, sean mujeres u hombres. El viajero llega a reconocer que no importa tanto el lugar en que se encuentre situado, sino la meta hacia la que se dirige. No puede asimilar el misterio, pero tampoco le es posible dejar de mirarlo. Va siempre acompañado por él y se retrata ante sus compañeros en cada cosa que dice o hace.

Por lo tanto, aquí están unas mujeres que soñaron en el camino. Mujeres valerosas que en cada etapa tuvieron que desprenderse de algo y en cada encrucijada escucharon voces divergentes que les solicitaban en direcciones distintas. No se equivocaron, supieron llegar y ahora sus rostros aparecen esculpidos en una puerta lateral de la catedral de Valencia.

Como buen idealista, Vélez quiso dejarse conducir por esa poderosa fascinación que ejerce siempre lo inefable, lo que se presenta en contornos inasibles, lo que nos permite ser mejores. Como periodista, se preocupó de que la narración discurriera ligera. Por eso el título, en definitiva, quería marcar el tempo, ser una anotación para que cada intérprete sepa cómo debe leer su partitura. Si la historia contada al final no fue exactamente así, creo que merecía haberlo sido.

Sí, aquellas protagonistas soñaban con el futuro. Cuando piensa en ellas, José Vélez sueña con el pasado. ¿Es acaso la vida sólo un sueño? No sé, me detengo a considerar un tema dedicado al ángel, que cantaba David Bowie: «Saliste de mis sueños y entraste en mi vida».

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