A Josefa le gustaba escribir poesías para una hija que nunca las pudo escuchar. Ahora le tiembla la mano, las letras no le salen como a ella le gustaría, y se da cuenta. Aun así, continúa juntando recuerdos para su nieta, y poco a poco los pasa a una libreta que será una de las herencias más valiosas que reciba.

Ha cumplido 89 años a finales de mayo. Ya no puede coser, pero aún escribe, porque a escribir y a recordar le tiene más fe que a los parches de nitroglicerina que le receta su médico, que usaba para que no se despegase la tapa del mando a distancia del televisor. Ahora que tiene una nueva, ha dejado de necesitarlos.

Una familia es una escalera, dice Josefa. Si te encuentras en un peldaño, has de luchar por que tus hijos asciendan unos cuantos, y para que después los nietos puedan subir otros tantos más. Su marido trabajó de mecánico en una empresa de hilaturas, ella cosía para la calle. Siempre perseveraron para que sus hijos estudiaran, para que llegasen lo más lejos posible, incluso hasta la universidad. Ya de pequeños aparecían en los cuadros de honor del colegio, y no sólo por sus notas, también por su sentido de la higiene y la urbanidad. Tenían fama de ser los más limpios de su clase, y Josefa sabía muy bien por qué. Únicamente disponían de la ropa que llevaban y una muda. Cada noche, Josefa lavaba la ropa que sus hijos se quitaban y la ponía a secar al sahumerio. Quizá por eso durante el invierno sus hijos dejaran en sus clases un aroma a romero y lavanda.

Cuando su hija tenía que estudiar por la noche, ella le preparaba algo de comer, un dulcecito y un café, y se sentaba callada a su lado, sin interrumpirla, a coser la ropa y los uniformes que le encargaban en una tienda. Quería ayudarla a subir peldaños, y lo consiguió.

Los hijos de un mecánico que llegaba cada día embadurnado de grasa y de la costurera que se dejó la vista enhebrando agujas cumplieron el juramento que se hicieron sus padres al tenerlos. Ninguno de ellos trabajaría en la fábrica ni cosería para la calle. Hoy uno es ingeniero, que sí trabajó en una, aunque de una forma distinta; otro, enfermero, y la hija, psicóloga, que venció al sueño de noches largas de estudio, aunque no pudo con los embates del cangrejo que la invadió.

Los nietos de Josefa continúan escalando peldaños, pero no quieren olvidar la escalera que su familia ascendió durante generaciones. Por eso una de sus nietas anima a Josefa a que continúe escribiendo, aunque ya no sean las poesías que brotaron de un alma quebrada por ese dolor antinatural de tener que enterrar a una hija, sino los recuerdos de una vida tan dura como limpia, lavada con el mejor detergente del mundo, ese al que llaman honestidad. Y Josefa escribe, no deja de escribir, porque le hace bien a su memoria, y porque le hace aún más bien a la memoria de su familia, que es la nuestra, la suya y la mía, compañero, la de todos.

Hay quien cree que la historia del mundo la escriben los reyes, con sus batallas, sus conquistas, sus logros y sus fracasos. Otros, en cambio, pensamos que el verdadero relato de la vida es el de los de abajo, esos que cada día se lanzan a la calle a ganarse el pan para su familia. Haga frío o calor, cambie el gobierno o la Constitución. Pase lo que pase, las Josefas y los Josés del mundo se levantarán a la misma hora de todos los días y comprarán en la panadería el pan que habrán amasado unas manos limpias, antes de cumplir la tarea que les encomienda la sociedad y antes de poder compartir el escaso tiempo que les quede con los suyos y reiniciar el círculo de la vida. Per saecula saeculorum.

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