En el Hospital Gregorio Marañón de Madrid se ha instalado el primer cajero automático de medicamentos para dispensación directa a los pacientes. La noticia ha causado un gran impacto, y no solo en la profesión farmacéutica. De ella se hizo eco la prensa, e incluso pude verla en las pantallas de los autobuses que circulan por mi ciudad. En Facebook, algún colega allende los mares calificaba el hecho como el fin de la profesión farmacéutica. 

La tecnología avanza que es una barbaridad, decía don Hilarión. Como señalé en otro artículo, quién diría que los vendedores de barras de hielo desaparecerían por la aparición de los frigoríficos, y cómo podrían haber evitado su eclosión; o quién esperaría en una farmacia, en un «qué me da para», que el farmacéutico se fuese al campo a recolectar una hierba salvaje con la que hacer una pócima mágica. Necesidades como refrescar con hielo o la resolución de una consulta farmacéutica se resuelven hoy de otra forma. Por tanto, mi primer pensamiento fue que un cajero sería estupendo: no vendería medicamentos sin receta cuando ésta fuera obligatoria, al igual que ahora no le da dinero a un pobre muerto de hambre si no tiene saldo en la cuenta; podría dar información escrita de los tratamientos, e incluso comprobar interacciones con la medicación de su historia clínica. No tendría salario, sino periodo de amortización, y abriría 24 horas sin tener que pagar horas extras.

Me dio curiosidad imaginar cómo nos íbamos a defender desde dentro de tamaña amenaza, pero mucho me temí que la estrategia sería más o menos la misma que la de la Chicago Ice Company y su defensa de las barras de hielo. Después pensé que por fin el farmacéutico se liberaría del yugo de la dispensación, de tener que recibir un salario digno vendiendo cosas que a unos les vendrían bien, pero a otros no, y que tenía ante sí la oportunidad de implicarse en las tareas que hoy necesitan de nuestro perfil profesional: optimizar los resultados de una farmacoterapia cada día más compleja. Pero luego caí en la cuenta, y pensé que un cajero que dispensa medicamentos parte de un axioma que no es verdad: que la prescripción médica es infalible, y que lo más que se necesita en la dispensación es información. Y esto no es cierto.

La farmacoterapia necesita de un profesional que sea guardián y salvaguarda del paciente, que tome decisiones con este y que lo acompañe hasta el éxito de la farmacoterapia, a costa de intervenir cuando el resultado no sea el adecuado.

El problema de la falta de éxito con la farmacoterapia no se resuelve con una tecnología costosa, que deja en manos de una máquina el complejo proceso bio-psico-social que es la utilización de los medicamentos, y el binomio efectividad-seguridad. La utilización de medicamentos no solo es un hecho clínico, también es un hecho social, y no puede aumentarse la indefensión de los pacientes con un aparato electrónico plagado de sistemas electrónicos que únicamente son lugares comunes de un proceso asistencial tan complejo como poco reconocido.

Ojalá que quien tenga la oportunidad de hacerlo sepa defender que la utilización de medicamentos no es algo programable. Pero también tengo el anhelo de que, si quien tiene que hacerlo se conciencia verdaderamente de la importancia del proceso, se ponga manos a la obra y de forma inmediata, para garantizar que el farmacéutico se constituya en el salvaguarda del paciente respecto a sus medicamentos, y que para ello tenga la dignidad profesional que precisa alguien que no necesita vender nada para que su labor sea reconocida de la forma que merece. Podrán poner todos los cajeros automáticos que quieran, pero lo que nunca podrán hacer con ellos es mejorar la salud de los pacientes.

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