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La lectura a principios de este verano del libro El legado de Mandela: quince enseñanzas sobre la vida, el amor y el valor, la biografía que escribió hace años Richard Stengel sobre el carismático líder africano, me ha hecho dar una vuelta de tuerca más a mi reflexión sobre el futuro de la atención farmacéutica. 

De hecho, la plasmé en la conferencia inaugural del III Congreso Internacional de Atención Farmacéutica en Caracas, y ahora le he dado forma en un artículo más extenso, como alguna vez he hecho en estas páginas (La atención farmacéutica y la buena suerte, La atención farmacéutica en la Sagrada Biblia, Los farmacéuticos y sus siete zapatos sucios, etc.). Al igual que algunos libros emblemáticos pueden darnos pistas sobre lo que nos pasa como profesión, también las lecciones de la vida de personajes importantes pueden servirnos de espejo en el que mirarnos cuando se necesitan cambios drásticos, y más cuando esos cambios parecen inimaginables, y mucho menos en paz.

Porque el milagro que consiguió «Madiba», como así lo llamaban en su tribu xhosa, no podría llamarse de otra forma. Quien hubiera apostado por que el desenlace del apartheid sudafricano fuera diferente al de una guerra civil habría sido tachado a buen seguro de iluso. Y aún más si quien ostentaba el liderazgo de ese movimiento llevaba más de 20 años en la cárcel, sometido a muchas crueldades físicas y psíquicas, que hubieran llenado de venganza y de odio a cualquiera.

Sin embargo, ese no fue el caso de Nelson Mandela, que consiguió unir a toda una nación a través del rugby, como bien ilustra la magnífica película Invictus, de Clint Eastwood. Madiba tuvo claro que aquella tierra, después de que los boers la habitasen desde siglos atrás, era tan de los blancos como de los nativos africanos, y se propuso la reconciliación y la convivencia pacífica como objetivo irrenunciable. Tamaña misión se la planteó desde los duros años de prisión, repitiéndose una y otra vez los versos de William Henley en su poema Invictus: Soy amo de mi destino, soy el capitán de mi alma.

Fuera de la noche que me cubre,

negra como el abismo de polo a polo,

agradezco a cualquier dios que pudiera existir

por mi alma inconquistable.

En las feroces garras de las circunstancias

ni me he lamentado ni he dado gritos.

Bajo los golpes del azar

mi cabeza sangra, pero no se inclina.

Más allá de este lugar de ira y lágrimas

es inminente el Horror de la sombra,

y sin embargo la amenaza de los años

me encuentra y me encontrará sin miedo.

No importa cuán estrecha sea la puerta, cuán cargada de castigos la sentencia.

Soy el amo de mi destino:

soy el capitán de mi alma.

 

Fuera de la noche que nos cubre a los farmacéuticos, ojalá brotase el alma inconquistable de una profesión que por siglos ha sido invencible. Que en las feroces garras de las circunstancias actuales dejase de lamentarse y dar gritos. Que con la cabeza sangrante no se inclinase. Y que luchase por entrar por esa estrecha puerta que nos marca nuestro futuro. Con la frente alta, repitiendo los últimos versos de Henley: somos amos de nuestro destino, somos capitanes de nuestra alma.

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