No sé si fue Xavier Regàs o Carlos Barral, a mí me la recita José M.ª Calleja, el autor de una frase memorable: «Hemos venido a este mundo a pasar el verano». Supongo que se referían a una forma sosegada, placentera y libre de estar en el mundo y no al dislate veraniego que hay que padecer todos los años en julio y agosto. Me repito, mi verano es un buen día laborable y ventoso de otoño sin que nadie te atosigue en calle, bar o carretera, a pesar de lo cual en verano siempre regreso a El Bierzo, el hombre muere por hábito o el asesino siempre vuelve al lugar del crimen, necesito recargar mis ánimo y ánima con un buen chapuzón en el río Cúa a su paso bajo el puente de Cacabelos, un río al que según avanza le llaman Cúa, Sil, Miño y Atlántico. Ahí está mi adolescencia y uno es el río en que se baña de adolescente. Un verano de crisis económica y de disparates lúdicos que han culminado con el envenenamiento de dos jóvenes con el bebedizo de «la bruja hedionda» o alcoholato de estramonio, en una fiesta «rave», neologismo que define a la fiesta clandestina celebrada entre ruinas de insondable vulgaridad. A los farmacéuticos el caso del estramonio nos refresca recuerdos juveniles y botánicos a pesar de impagos y demás extravagancias de la crisis. La datura stramonium, también higuera loca y manzana espinosa, es solanácea cuyo fruto es una cápsula oval y erizada que contiene daturina, alcaloide narcótico y antiespasmódico que produce intoxicación atropínica. Hoy los jóvenes siguen metiéndose cualquier cosa en el cuerpo y no nos hacen caso a los mayores que recomendamos alcohol y tabaco, quejarse de su conducta es estéril, ya lo hizo Sócrates y hasta aquí llegamos. Pero no todo es vulgaridad, en el centro cultural Naraya, del Campo de Naraya, se programan en cine al aire libre sesiones de dos películas antitéticas que divierten cada una de por si y emparejadas generan reflexión. Asistí, ahí es nada, a las impagables El Ángel Exterminador (1962), de Luis Buñuel, y a Amanece que no es poco (1988), de José Luis Cuerda. En la primera los burgueses encerrados en el salón de la señorial casa no pueden abandonarlo a pesar de que eso es lo que quieren y ningún obstáculo se lo impide; en la segunda los ocasionales visitantes del pueblo no quieren abandonar a los disparatados lugareños pues se encuentran como en el hogar que nunca disfrutaron. Dos obras surrealistas en las antípodas una de otra que no quiero destripar sino recomendar a quien tenga la suerte de aún no haberlas visto. Con dos catas. La de Buñuel: Dos hombres son presentados y se estrechan la mano diciendo cada uno lo de encantado de conocerle; un instante después vuelven a encontrarse y se presentan de nuevo como si no se conociesen; en una tercera vez se saludan calurosamente como viejos amigos. La de Cuerda: Le dice el alcalde a uno de los forasteros, «le dije a usted, cuando me pidió permiso para ejercer de escritor en el pueblo, que era mejor que hiciese lo que hacen otros sudamericanos, que unos días van en bici y otros huelen bien. Y ahora me dicen que ha escrito usted Luz de agosto, la novela de Faulkner. ¡De William Faulkner! ¿Es que no sabe que en este pueblo es verdadera devoción lo que hay por Faulkner?» La angustia y la carcajada en programa doble fue una experiencia única para quien está trabajando en la encrucijada íntima del desplazado que llamamos outsider, y engarzó con otra más personal imposible. La de ver a mi nieto Luis, de catorce años, lanzándose desde el puente al Cúa en un tirabuzón impecable. El fulgor de un cuerpo glorioso volando con sus propias alas, la nostalgia. De chavales, cuando nos bañábamos en las mismas aguas, son las mismas, seguro, con el salto de despedida gritábamos: ¡El amergullo de Cristo, cojo la ropa y me visto! Entre la chopera y el humeral ni una mata de estramonio.

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