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Con un palitroque, cualquier palo, vara o rama, era suficiente. Con dos la maravilla de la billarda: darle con un palo o palanca a otro más pequeño, la billarda propiamente dicha, para que salte y en el aire volverle a golpear lanzándole lo más lejos posible: todo un malabarismo, divertido y gratis. 

El hombre es (también) un animal lúdico y de ahí la necesidad del juego (del latín iocus, broma), de algo que produzca entretenimiento y diversión, de ahí los artefactos llamados juguetes para conseguirlo. En un principio juegos y juguetes no tenían ningún coste adicional, sólo el tiempo libre para practicarlos. Un juego: a ver quién corre más, más lejos o más rápido. Un juguete: el astrágalo de cordero o taba, se lanza al aire y se apuesta a si sale hoyo o jete, panza o tripa, verdugo o liso, o rey o cordero. Esos eran los juegos y juguetes de la infancia de mi generación; la noche de Reyes en que caí en la cuenta de que todos los juguetes de mis hijos funcionaban con pilas supe que mi generación estaba amortizada y hoy en día, con mis nietos disfrutando con videojuegos y la pera cibernética limonera, la amortización se transmuta en nostalgia. Divertida nostalgia pensando en la rayuela, ese juego gimnástico entre las tres en raya y quien pisa raya pisa medalla que también se nomina cielo y tierra, cascajo, truque y cien nombres más hasta infernáculo, el que más me gusta. Nada nos cobraban por jugar en descampados o la calle al escondite, a tú la llevas, a la madre que es tonta, al brilé, a la mula, a policías y ladrones, al paseo del cojo o a lo que se nos ocurriera y hasta jugábamos al fútbol. El balón o la pelota si había que comprarlo, pero además de inasequible por el precio era prescindible: magníficas pelotas de papel, trapo, con envoltorio de bramantes y cuerdas por ahí conseguidas y parches de esparadrapo. El regocijo de pensar en mi primer y único partido de béisbol, ni nos sabíamos el reglamento ni teníamos bate; creo que jugué de segunda base sin saber cual era mi cometido y el bate lo conseguimos redondeando la pata de un pupitre desarbolado a golpe de navaja y lima. Creo que la diferencia básica entre esos juguetes y los electrónicos radica en que los jugadores se los fabricaban. Con las chapas o tapones de botella se hacían maravillas, las transformábamos en futbolistas, ciclistas, guerreros, en lo que se nos ocurriera, y competíamos con envidiable entusiasmo. Con las pinzas de la ropa se hacían pistolas, con los huesos de albaricoque silbatos y con un pañuelo el catálogo de Zara. No deja de ser una ironía que hoy la «teoría de juego» sea un área de la matemática aplicada que utiliza modelos para estudiar interacciones en estructuras formalizadas de incentivos (o sea en juegos) y llevar a cabo procesos de decisión. Se utiliza en biología, sociología, economía y guerras (o sea en juegos) y a eso jugábamos de niños sin saberlo como tampoco sabíamos que hablábamos en prosa. Nunca nos detuvo «el dilema del prisionero» o antes morir que perder la vida. La inocencia era una continua fuente de imaginación: ¿la inocencia o la falta de recursos? No importa, estoy hablando de una divertida nostalgia provocada por el impagable opúsculo de Ángel Ortiz Alfau de más evocativo título imposible: Los trece usos lúdicos del palo de una escoba, de la billarda al vuelo de la bruja. En efecto, con un palitroque era suficiente, pero el hallazgo del palo de una escoba era aún mejor, mi mejor rifle de ahí procede. La diferencia esencial de esos juguetes gratuitos con los carísimos actuales radica en la creatividad, no sólo eran recreativos sino creativos, tanto que a veces, una vez conseguido un artefacto o juguete, teníamos que inventarnos también el juego.

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