Se dice el pecado, pero no el pecador (II)

Es posible que esto les pille ya a muchos de ustedes en la playa o recién salidos de ese invento, cuanto menos extraño, que son las recuperaciones de julio, que de un solo plumazo acaban con las alegrías post exámenes de junio y con lo más bonito que tenía la Universidad, que era la convocatoria de septiembre, donde, como en los peores sitios y a las peores horas, siempre estaba la mejor gente.

Se dice el pecado, pero no el pecador (II)
Se dice el pecado, pero no el pecador (II)

Sea como fuere, hoy quizá no es el día de emprender un viaje que requiera mucho esfuerzo intelectual. Entiendo, porque aún me duelen a veces esas heridas, que han sufrido ya bastante con los ataques de la raíz de harpagofito, los sistemas de liberación modificada o el mecanismo de acción y la síntesis de, pongamos, la carbamazepina. Porque, para qué negarlo, nuestra querida carrera tiene algunas asignaturas en algunos cursos que tienen un traguito serio. Pero este es un debate que no corresponde a este rincón, ni a esta persona, aunque hoy me haya visto con ganas de soltarlo. De cualquier manera hoy vamos a retomar una historia que había dejado un poco abandonada, y es aquella que relaciona los modos de vida europeos con las anécdotas que viví/oí/inventé sobre las estancias Erasmus.

El transporte público
Es un hecho incontestable que el transporte público europeo no está acondicionado a la, llamémosla curiosa, idiosincrasia española, que piensa que no aprovecharse de una situación arriesgada pero favorable es hacer el primo. Esto se aplica a la sociedad entera, que en la medida de sus posibilidades va a intentar beneficiarse a costa de los demás. Es decir, el que supuestamente puede meter la supuesta mano en la supuesta caja B de un supuesto partido (nunca se sabe quién lee este blog) la mete, el que puede pagar la reforma de casa sin pagar el IVA, se lo ahorra y el que tiene que llamar a su suegra, usa el teléfono de la oficina. No quiero irme lejos de mi tema, ni poner los tres ejemplos a la misma altura, pero sí demostrar que esto va con nuestra forma de ser. Lo mismo nos pasa cuando viajamos, que sé yo, a Alemania y llegamos a la boca del metro de Berlín. Allí nos encontramos que no hay torno, sólo hay escaleras que bajan a los andenes. Allí, donde ya hay trenes circulando, que es lo que buscábamos, hay máquinas para sacar billetes y otras para picarlos y darles validez. Hay una pléyade de ciudadanos, más rubios, más blancos y más callados, que ordenadamente siguen ese proceso y a los que observamos con una mezcla de displicencia y asombro, mientras que nosotros miramos continuamente a izquierda y derecha como si llevásemos la Mona Lisa debajo de la gabardina.
No pretendo con esto echarles una moralina de buenas a primeras, yo también me he colado en el metro. Incluso en el autobús, pero hay veces que las cosas se tuercen y a uno le pillan los revisores, porque los hay. Y muchos. Y en muchas estaciones. Y no solo de metro, también de tren y de autobús, como le pasó al protagonista de nuestra historia. Diría que este chico era tímido, pero sería quedarme corto; estaba más cerca de Harpo Marx (el rubio de los hermanos, el mudo, vamos) pero bastante menos gracioso. Resulta que en una emboscada, por darle un tono heroico al relato, de unos revisores en un autobús de un país X de Europa, le pillaron al hombrecillo sin billete. Los que viajaban con él siguieron el famoso método de huida animal de la cortina de humo, basado en el comportamiento ante las amenazas de un pulpo o un calamar, y tiraron los papeles (apuntes) que llevaban a mano y echaron a correr. Sin embargo, nuestro protagonista debió entender que lo que habían acordado era adoptar la técnica de hacerse el muerto y se quedó petrificado y solo ante el peligro. La soledad, la timidez, la mudez y su profundo desconocimiento del idioma del país acabaron con él retenido (que no detenido) en una especie de cuarto donde castigan a los que no compran el billete durante toda una tarde. No volvió a viajar sin billete.

Hay residencias y residencias
Es cierto que en su día ya hablamos de las residencias; de sus ventajas y desventajas, de las mejores y las peores. Pues bien, aquello era la teoría, hoy vienen los casos clínicos, como en mi examen de Hematología. Seguramente se pondrán ustedes a navegar por internet en busca de las facilities que hay en esta residencia o en aquella. Si los cuartos son individuales, si el baño es compartido, si existe más de una cocina por planta, si hay que pagar fianza (dinero a fondo perdido seguro), si hay wifi, si pueden llevar ustedes amigos a dormir. Cosas típicas y fundamentales para su estancia Erasmus. Ahora bien, seguro que se dejan algún detalle con el que no contaban y se encuentran sorpresas al llegar a la residencia. Lo que les cuento le pasó a una buena amiga del que escribe, en otro país Y (para los de letras, no el mismo que antes) de Europa. Resulta que mi amiga se preparaba para salir y no acababa de encontrarse rompedora; de esto que sales y dices; hoy es mi día (esto sí que me lo han contado, no me ha pasado). Se probaba y probaba modelitos pero en su residencia no había espejos. Así que tiró de ingenio, y cogió una banqueta para marcharse por el pasillo y llamar al ascensor. Cuando llegó se subió en la sillita para poder verse, sin ser consciente que el ascensor dura con la puerta abierta, que sé yo, veinte segundos. A falta de recursos, ingenio.

Las fiestas nacionales
Este punto puede parecer baladí, pero es importante conocer las costumbres festivas, no ya de cada país, sino de cada ciudad. Para que entiendan lo que les quiero decir: si un estudiante holandés viene de Erasmus a Valencia y pretende darse una vuelta tranquila y en silencio la noche del 19 de marzo, lo más probable es que vuelva a casa con la cabeza como un bombo. Si en cambio quiere ir en bici por la Gran Vía de Madrid la tarde que se celebra el desfile del Orgullo Gay, no tendrá problemas, porque para mi alcaldesa, esa fiesta no merece cortar la más famosa calle de Madrid, que tiene eventos trescientos días al año. Pero vamos a los que íbamos, creo que ha quedado claro a lo que me refiero. Resulta que un grupo de amigos tuvo la brillante idea de visitar durante la Semana Santa a sus compañeros de Erasmus en Italia, que estaban distribuidos entre Milán, al norte, y Cosenza, al sur. El magnífico plan consistía en volar a Milán, recoger al primer grupo, alquilar un coche, conducir hasta Cosenza, alquilar otro coche, y seguir camino con los dos vehículos hasta Sicilia. En una comparación más cercana, sería volar a Santander, coger un coche y conducir hasta Rabat, salto de estrecho incluido. Es más, este último viaje son unos treinta kilómetros menos (aunque he de decir que de Erasmus las distancias duelen menos). Sin embargo, todo esto fue fenomenal, el viaje, las playas, Taormina. Lo malo vino a la vuelta. Los dos coches avanzaban en convoy cuando en una incorporación a una autopista calabresa el coche alquilado de los Erasmus de Cosenza se paró. Los milaneses (el grupo venido de España incluido), bien porque no sabían nada de mecánica, bien porque estaban a mil kilómetros de su destino, les dieron una palmadita en la espalda y siguieron su ruta. ¿Cuál fue el error? (Amén del hecho de dejar a tus amigos abandonados a su suerte, claro) Pues que era nada más y nada menos que Viernes Santo. Viernes santo, sur de Italia; lo más parecido al viejo oeste a la hora de un duelo. Ni un alma; salvo matojos rodando. ¿Cuánto estuvieron tirados? Eso ya no se cuenta.
Hay más, y seguramente si ustedes se van de Erasmus traerán mejores. Nos vemos el curso que viene, para ir preparando su estancia y poder sumar más anécdotas a este inventario, que nunca se llena.

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