El barrio de Kensington ha perdido en buena medida el encanto británico que lo caracterizaba en los años noventa. La globalización se lo llevó. Sus calles y avenidas son ahora un poco más parecidas a las de cualquier gran capital mundial. El imperio británico aún mantiene muchas de sus características con orgullo, pero el imperio del dinero, mucho más poderoso, pragmático y eficiente, va penetrando también en el corazón de lo que fue un coto exclusivo de esos orgullosos isleños imperiales.

Si el paseante está atento, aún es posible detectar el rastro de ese mundo imperial en detalles desperdigados por algunos rincones de las calles del antiguo municipio real unido ahora a Chelsea. Uno de esos rincones es el memorial a los héroes caídos en las dos grandes guerras –nuestras grandes guerras, las de nuestro primer mundo–, que toma forma en un monolito rodeado de ofrendas florales, situado en la confluencia de Kensington Church St. con Kensington High St. La esquina es uno de esos reductos que conservan la esencia de ese tiempo perdido. Es la puerta de entrada a un mundo que resiste el paso de los años. Detrás de St Mary Abbot Church, en los jardines de sus alrededores y en los callejones que los unen con Holland St., aún se puede saborear ese Londres que Fernando conservaba en su memoria.

En ese reducto se puede pasear por una callejuela de cuento repleta de viejas tiendas de ropa usada y remozada para ser vestida por los dandis resistentes, sorprendentes establecimientos especializados en cuchillos japoneses y peluquerías en las que se sirve té con pastas a las nuevas ejecutivas que, aunque vistan de Armani, añoran a las grandes damas de la aristocracia británica, mientras peluqueras vestidas con tejanos de rodillas rotas las peinan.

En Londres, los días previos a la llegada de la primavera son mucho más reacios a desprenderse del vestido invernal que lo son en su Barcelona. Los abundantes árboles de hoja caduca son aún esqueletos de ramas desnudas y los cerezos que decoran el jardín japonés situado en el mismo corazón del parque esconden sus colores rosados. Allí, en su mediterránea ciudad, los almendros ya tienen prisa por florecer y se nota en el aire la impaciencia por olvidar ese tiempo que les es extraño. El invierno.

Después de una placentera visita a la exposición que le instruye sobre los lazos entre el diseño y la utilidad de las cosas diseñadas, cruzando la avenida, en la esquina con Wrights Ln., Fernando se topa con una gran farmacia. Una de las razones por las que ha decidido ir a Londres, con su mujer Clara, ha sido visitar farmacias. Está en un proceso de cambio en la suya y no acaba de decidirse sobre la reforma de su farmacia y busca ideas.

La farmacia ocupa una esquina muy transitada y el local es amplio y ordenado. La marca de la cadena es contundente e inequívoca. Flanqueando la puerta automática de entrada, una señalética moderna y comprensible informa a quien está a punto de atravesarla del catálogo de servicios que, independientemente de los productos varios y medicamentos habituales que se encuentran en todas las farmacias, en esa en concreto configuran su oferta global. Es una oferta que no dista mucho de lo que él está dispuesto y le gustaría ofrecer en su farmacia y, aunque con matices, es el catálogo que la farmacia, sea de donde sea, intenta ofrecer en la mayoría de países.

El trayecto en metro por la District Line, desde la zona 1 hasta Richmond, en la zona 5, donde está ubicado el hotel donde se alojan, dura unos cuarenta minutos. Su destino son los alrededores de las más de ciento treinta hectáreas del jardín botánico de Kew. El tren a esa hora no está repleto y es un buen lugar para reflexionar sobre lo que realmente quiere hacer con su farmacia en Barcelona. Durante el trayecto, sus pensamientos viajan alrededor de la idea de que el servicio y el negocio farmacéutico están organizados de forma distinta en ambas sociedades, pero cada vez se convence más de que hay conceptos que son válidos para cualquier modelo. La plazoleta en la que desemboca el pasaje al llegar a la estación de Kew Gardens tiene una forma irregular. Está perfumada por el aroma de restaurantes que abusan del curry y en ella también hay dos farmacias.

Una ocupa la esquina, justo delante de la puerta de la estación. Pertenece a una cadena cuyo nombre recuerda a las compañías aseguradoras. Sin lugar a dudas ocupa el mejor sitio de la zona. Es una farmacia con una clara vocación comercial, aunque navegando en su página web corporativa también ofrece distintos servicios sanitarios. Cincuenta metros más allá, en la misma acera, se tropieza con otra farmacia, parece una farmacia de las denominadas independientes, aunque le cueste reconocerlo –Fernando no puede olvidar su origen mediterráneo–, transmite una cierta sensación de decadencia.

La mesa del pub del hotel en la que Clara está esperándole con una cerveza está cerca de la puerta. Ella le ve en el mismo momento en el que Fernando la cruza. Su cara refleja tranquilidad y alegría. El paseo por los senderos de los jardines de Kew le ha sentado bien.

– ¿Qué tal por el centro?
– Londres ha cambiado bastante. Tiene un aire distinto al que yo recordaba.
– Los árboles son los mismos. Para ellos veinte años son un suspiro.
– Los imperios, por muy poderosos que sean y aunque lo nieguen, son mucho más frágiles que un árbol centenario.
– ¿Has visto muchas farmacias?
– Muchas y muy diferentes. Diferentes en volumen, en enfoque. Con distintos modelos organizativos, pero en todas ellas el medicamento es el motivo principal de su existencia y la razón por la que al frente esté un farmacéutico.
– Eso ya lo sabías, ¿no? No era eso lo que te interesaba ver. Me dijiste que buscabas ideas para tu nueva farmacia. ¿Las has encontrado?
– No estoy seguro aún. De lo que estoy seguro es de cómo no quiero que sea.

El pub va llenándose poco a poco y un ambiente festivo inunda la barra y las mesas. Tiene una cierta similitud con el bar de la esquina de la calle donde tiene su farmacia, pero echa en falta unas buenas aceitunas rellenas de anchoa.

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