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  • El único soberano

Las sociedades cerradas permanecían impermeables a los cambios. Las gobernaba la gerontocracia, amparada en las costumbres y las tradiciones, a veces fruto de la revelación de los dioses, seres superiores, muchas veces terribles, a los que no era prudente incomodar. La historia está plagada de prohibiciones extrañas, tabúes sexuales, ritos cuyo origen se pierde en el pasado, que cumplían la función de reproducir un modelo social, premiar un comportamiento y desalentar otros.

Todo estaba rígidamente establecido, sancionado por una autoridad indiscutida que exhibía su poder sin pudor alguno. Los castigos físicos eran terribles, pero acaso lo eran más todavía los castigos morales, la expulsión del grupo, la soledad y orfandad, el desprecio, vagar sin rumbo, convertido en extranjero en todas partes, carente de cobijo. Pocos osaban enfrentarse a ese discurso monolítico, y quienes lo hacían eran tratados sin contemplaciones. Si no había rebeldes, el poder sabía inventarlos, bucear en la mente de los sospechosos, arrancar confesiones con torturas, exigir vergonzosas autocríticas, fomentar la delación y premiar a los delatores. El Santo Oficio y Stalin alcanzaron la perfección en esa modalidad de la historia universal de la infamia.

Cómo fue subvertido este orden pétreo e inflexible, nadie lo sabe. Unos lo atribuyen al cristianismo, otros al siglo de las luces o al marxismo, y no falta quien lo atribuye al individualismo y capitalismo o a la reforma protestante, factores todos ellos que supusieron la subversión del poder establecido y el reclamo de la soberanía individual. Y de repente, un día, surgieron las declaraciones de los derechos de los ciudadanos, y más tarde la de todos los seres humanos. Una lista de reclamaciones que hubieran hecho soltar una estentórea carcajada a los poderosos de antaño. Los huérfanos, los bastardos, los pobres, los airados, los desclasados, todos ellos unen sus fuerzas frente al poder, lo desafían y proclaman sus derechos, configuran un nuevo orden en el que todo debe ser subvertido, donde repetir lo antiguo carece de valor y de sentido. El artista contemporáneo es quizás el paradigma de esta nueva sociedad: está obligado a sorprender, a desafiar la tradición, a crearse un espacio propio, original, único, a subvertir el arte heredado, pues la ruptura con la filiación y el elogio de la orfandad es la principal característica de la nueva sociedad. Nada puede durar, cuanto es antiguo merece el mayor de los descréditos, lo nuevo, antaño denostado, vale hoy precisamente por ser nuevo, pero se desvaloriza pronto con el tiempo, al ser conocido y no suponer novedad alguna.

Antes los hombres duplicaban los valores heredados por sus padres y educadores, eran clones de sus antepasados, reproducían lo recibido a ser posible sin cambio alguno. Hoy eso parece el mayor de los despropósitos y todos quieren ser modernos, soberanos, progresistas. Según el nuevo modelo, quien no se indigna no existe, quien no reclama su soberanía es un reaccionario. Una sociedad de huérfanos airados, de bastardos que se han hecho con el poder, rechazando el papel secundario que la legitimidad antigua les atribuía. Existes porque estás indignado, vives porque alzas tu disconformidad, tu obligación es exhibir tu desacuerdo. Es un experimento social sin precedentes, lo que estaba antes arriba está ahora abajo. El pesimismo está prohibido, por ser atributo de los reaccionarios. El moderno, el hombre a la moda, el soberano, el progresista, es siempre optimista y está cargado de buenas intenciones. Una vida tan cargada de rituales, convencionalismos y obligaciones como la de los hombres del viejo orden, que aspiraba a clonar a sus ciudadanos, a producir copias idénticas a las anteriores. Algo aburrido y condenado al fracaso, como la historia ha demostrado. Mejor, mucho mejor, convertirse cada uno en el único soberano o, parafraseando al felpudo de Ikea, en el presidente de la república soberana de mi casa.

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