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Los sentimientos impuestos

Visito la exposición sobre Pontormo en la Fundación Mapfre de Madrid. La cajera me pregunta si quiero apuntarme a la visita organizada, pero no debo de poner cara de mucho entusiasmo porque añade, para convencerme, que es gratis.

Los sentimientos impuestos
Los sentimientos impuestos

A caballo regalado no le mires el dentado, me enseñaron en la escuela, o sea que acepto. Formamos un grupo de nueve personas. Ocho mujeres, todas de edad avanzada, y yo, que no les voy a la zaga. La guía utiliza un mini Ipad exacto al que me han regalado hace poco. Todas las mujeres se agrupan en torno a la guía, yo miro los cuadros por mi cuenta y escucho lo que dice a través de la audioguía que nos han dado. Las mujeres la escuchan de viva voz, sin separarse de la guía. Le hacen alguna pregunta. Yo, ninguna. A la salida, la critican, yo creo que lo ha hecho muy bien, pero no digo nada.
Voy a la ermita de San Antonio de la Florida, a ver la tumba y los frescos de Goya. Siempre me ha parecido una obra maestra, injustamente poco conocida y visitada, supongo que porque el Prado le hace una competencia desleal y la gente no está para muchas florituras. Todo el mundo visita lo que todo el mundo tiene que ver, y a otra cosa. Entro solo en la iglesia, que también es gratis. Disfruto contemplando una obra magnífica en solitario, fijándome en los detalles, sin que nadie moleste, cosa que es imposible en Florencia, Milán y Roma, donde visitar los templos sagrados del Renacimiento italiano supone una experiencia desalentadora, con compras previas por Internet, largas colas y un montón de personas molestándose unas a otras. Todavía recuerdo mi última visita a la Capilla Sixtina: una masa apretujada arrastrando los pies, avanzando al borde de la asfixia, sin poder ver ninguna de las obras expuestas hasta que llegamos a la Capilla Sixtina, donde pudimos relajarnos un poco. Por suerte, San Antonio de la Florida queda lejos del centro, no es muy conocida y todavía puede visitarse a gusto. Entra un grupo con la guía. Todas mujeres, excepto un hombre. Se arremolinan en torno a la guía, el hombre incluido. Yo me marcho.
En todas partes, sobre todo en el ámbito cultural, en conferencias y exposiciones, predominan las mujeres. Los hombres escasean, las mujeres abundan. Recuerdo lo que me dijo no hace mucho una amiga divorciada: «¿Dónde están los hombres?». Le respondí que quizás en el fútbol o en un bar, o trabajando o haciendo deporte para eliminar el estrés. Desde luego no abundan en los museos ni en la ópera, aunque siempre hay dignos representantes de esta especie casi desaparecida. No sé si la pregunta es dónde están los hombres o de dónde han salido tantas mujeres.
Visito la exposición sobre la generación de 1914 en la Biblioteca Nacional. Predominan las mujeres, pero aquí hay varios matrimonios, todos de edad avanzada. Un dato para reflexionar: hasta 1910 estuvo vigente que las mujeres, para matricularse en la universidad, debían obtener un permiso escrito del rector. Leo una frase de Margarita Nelken, escrita en 1921: «Mientras, a pesar de los progresos culturales, no se vea nunca en un tranvía (...) a una mujer con un periódico o un libro en la mano, será inútil soñar con ver desaparecer, de nuestras mujeres, los sentimientos impuestos».
Quizá no es tan raro que en este país, en todas partes, pero sobre todo en conferencias, conciertos, exposiciones y museos, haya tantas mujeres. Lo que no acierto a explicarme es por qué hay tan pocos hombres.

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