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  • De cómo la cicuta hizo inmortal a Sócrates

Es muy probable que, de haberlo querido, a Sócrates le hubieran conmutado la pena de muerte por la de destierro, aunque para aquellos griegos el destierro no era mucho mejor que la pena capital, ya que fuera de la ciudad el ciudadano griego carecía de todos sus derechos. Sócrates tuvo la gallardía (hoy hablaríamos de la actitud ética de ser coherente con las ideas que difundía) de provocar al jurado solicitándole una pensión vitalicia como benefactor de la sociedad, ante lo cual el jurado (más de 500 personas) le condenó a suicidarse con cicuta por una mayoría mucho más amplia, y bastante más cabreada, de la que le había considerado inicialmente culpable. Con un par. 

El envenenamiento mediante ingestión del jugo de la raíz de la cicuta (Conium maculatum) era la forma convencional de los griegos de la época de ejecutar las condenas a muerte. Platón, que no pudo asistir a la «ejecución» de su maestro, reconstruyó la escena en su Fedón (a partir de los comentarios de otros discípulos) con un rigor científico que para sí quisieran muchos toxicólogos actuales: una progresiva parálisis ascendente que, desde los pies y en el espacio de varias horas, acabó conduciendo a la muerte por asfixia debido a la parálisis de la musculatura respiratoria.

Sin duda, la inteligencia (y peor aún, la sabiduría) siempre ha levantado el recelo de los zafios y de los poderosos. Lo que más molestaba a la clase dirigente ateniense, y a no pocos de aquellos ciudadanos que le condenaron a muerte, era la única propiedad privada de Sócrates: su libertad, su ser, su aplastante lógica y su comportamiento ético individual; en definitiva, las condiciones para ser dueño de sí mismo. Todo un lujo para su época; en realidad, un lujo para cualquier época.

Pero la cicuta solo consiguió apagar el fuelle de los pulmones de Sócrates. Todavía hoy seguimos disfrutando de su portentosa demostración de que pensar libremente merece la pena. «Cuando mi voz calle con la muerte, mi corazón te seguirá hablando», decía Rabindranath Tagore, quien consideraba que «la vida en su conjunto nunca toma la muerte en serio. Ríe, baila y juega, construye casas, amontona tesoros y ama, a pesar de la muerte. Solo cuando contemplamos un caso aislado de muerte, su vacío nos mira fijamente y somos presas del espanto. Perdemos de vista el conjunto de la vida, del que la muerte solo es una parte. En verdad, la muerte no es la realidad última».

La muerte es uno de los protagonistas principales de todas las religiones; en eso, casi todos los teólogos o sus sucedáneos han sido igualmente pesados e inconcluyentes. Pero también han coincidido en proyectar su larga sombra sobre la vida, a pesar de que nadie ha podido ofrecer ninguna certidumbre sobre la muerte, salvo que es inevitable. Xavier Zubiri decía que, como hecho natural, la muerte es una descomposición y una cesación; pero es además algo que pertenece a la estructura formal del viviente humano: «es aquel acto que positivamente lanza al hombre desde la provisionalidad hacia lo definitivo». En la muerte, el tiempo pierde su significado físico.

No me atrevo a decir nada más de la muerte y de lo que puede haber detrás del telón. Mi esperanza en la trascendencia choca con mi ignorancia de lo que es y con la incertidumbre de lo que podría ser; por ello, prefiero hacer de mi vida algo con sentido propio, y no confiar en vano en que la muerte se lo dé. Por el contrario, considero que si la muerte tiene algún sentido, únicamente lo ha de tener a partir de la vida. De momento, a Sócrates solo le quitaron su cuerpo (que no era gran cosa) pero no le pudieron arrebatar lo que más envidiaban de él, su inteligencia y su libertad, a las que, paradójicamente, condenaron a ser eternas.

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