Corría el mes de mayo cuando en la remesa de cartas con la variada información de «mi estado financiero» que manda, más o menos, una vez al mes mi banco, venía un sobre que contenía una nueva tarjeta (soy incapaz de distinguir las tarjetas de débito de las de crédito. Una vez, al decir que iba a pagar con tarjeta, me preguntaron en una tienda ¿de débito o de crédito? y contesté que de plástico). 

No diré de qué banco se trata, pero sí daré dos pistas: tiene el nombre de una ciudad del norte de España, famosa, entre otras cosas, por sus cursos de verano, y sus colores corporativos son muy del agrado de nuestro compañero y amigo Pepe Vélez.

Pues bien, la referida tarjeta, según la carta adjunta, ofrecía unas ventajas al parecer irresistibles si se utilizaba para pagar fundamentalmente billetes de avión, por lo que recomendaba su activación inmediata. Dado que esta prestación no me interesaba lo más mínimo, envié la carta y el sobre de presentación al contenedor de papeles y la tarjeta –sin activar– al contenedor de latas y plásticos y me olvidé del asunto.

Pasadas un par de semanas, en el control rutinario semanal de los movimientos de la cuenta corriente que tengo en el citado banco –costumbre que recomiendo a todo el mundo– figuraba un cargo de 80 euros, que no se correspondía con ningún gasto, ni recibo cargado en la cuenta en esa semana. Rápidamente, consulté los detalles de los movimientos de la cuenta a través de Internet y en la descripción del cargo de los 80 euros leo: «emisión de la tarjeta XXX».

¡Rayos! –en realidad no fue esta la expresión que utilicé–, me han «soplado» 80 euros por una tarjeta que no he pedido y ni siquiera he activado. Casi me «teletransporté» al despacho de mi gestor de clientes, Carlos –más que un buen banco lo que tiene que buscarse uno es un buen gestor de clientes–, diciéndole que «me devolviera» mis 80 euros, ya que no me interesaba la tarjeta. Me explica Carlos que no depende del banco, que ese servicio lo lleva una empresa independiente (vamos que lo tienen subcontratado) y que hay que reclamar a esa empresa. Pero sin problemas, porque llama inmediatamente desde el teléfono de su despacho –era un 902– y me pasa a una encantadora señora/señorita, que, a pesar de indicarle reiteradamente que no quería la tarjeta, intenta convencerme a toda costa de las ventajas –tal como lo relató ella, se podría decir «paraíso»– a las que estaba renunciando; especialmente a los importantes descuentos y otras «prebendas» que podría obtener si durante los meses de julio y agosto viajaba en avión a Estados Unidos. Parece que ante mi argumento textual –«Mire, es más probable que me nombren príncipe de Asturias, a que vuele a Estados Unidos en lo que queda de siglo»– se dio por vencida o convencida y me comunicó que pasaba orden de anular el contrato –¿contrato?, que yo recordara no había firmado ningún contrato– y que en el plazo máximo de 48 horas me reintegrarían la cantidad percibida por la operación.

Efectivamente, antes de las 48 horas ya figuraba en el extracto de la cuenta que habían efectuado el ingreso de... ¡79,90 euros!; se habían quedado 10 céntimos porque sí. Bien es cierto que decidí no «pelear» esos 10 céntimos (creo que este es el fallo que tenemos los españoles: somos muy remisos para reclamar y nos da vergüenza hacerlo por cantidades de ese tenor), pero prometo que la próxima vez, porque seguro que habrá próxima vez, intentaré recuperar los 10 o 5, o aunque sea 1 céntimo, aunque solo sea con el fin de poder relatar la «aventura» en otro artículo.

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