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  • Amor imposible

Cuando me aproximo a un ordenador desconocido, procuro mantenerme a una pudorosa distancia; una que no implique, al menos en principio, el contacto físico. Después, si se demuestran buenas intenciones por ambas partes, es posible que surja una relación más o menos cortés, aunque es poco probable que acabe derivando en un enamoramiento apasionado. Se trata, por lo que a mí respecta, de algo maquinal, somático. Me puede la cautela. 

Yo, y no creo descubrir nada, crecí sin iPad ni Blackberry, sin siquiera videojuegos, y aprendí a sumar en una pizarra y a hacer raíces cuadradas a puro papel y lápiz. Con tales antecedentes, entiendan que sufra una animadversión cercana al rechazo a la hora de vérmelas con programas informáticos que me retan desde los higadillos de una caja de plástico duro; cajas que, encima, están conectadas no solo al enchufe de la pared, sino, por ejemplo, a cualquier inversor multimillonario que, desde su ordenador en Tokio, Fráncfort o Moscú, puede adquirir mi comunidad autónoma, con mi casa incluida, mediante un feroz golpe de mano en el mercado de la deuda. Darles carrete a estos artilugios me espanta más que viajar a Kabul o tirarme desde un trampolín de doce metros.

Como todos sabemos, en estos momentos no hay nada que no pueda conseguirse por Internet, desde un libro descatalogado hasta el amor para toda la vida. Aquel instrumento llamado a convertir a la ya envejecida aldea global en un corro de cercanos contertulios, con nombres y apellidos como en la entrañable guía telefónica, ha acabado constriñendo esta sociedad en una amorfa inmensidad de islotes monoplazas, habitados por náufragos absorbidos por pantallas de sobremesa o portátiles. Seres aislados aun en medio de la gente, anónimos e insomnes, que caen en un éxtasis paralizante ante las imágenes que aparecen y se esfuman; su único espacio habitable, su facebook y su twitter, sus miles de amigos y sus fotos felices. Su verdad. Todavía no, pero tal vez pronto leamos en las esquelas que fulanito o menganita murió en acto de servicio al pie del ordenador.

En los sistemas informáticos de nuestras farmacias, a cada poco debemos incorporar actualizaciones que machacan a las anteriores (bebés de apenas unas semanas de vida), y que se erigen como efímeras referencias que nos dictan precios, recomponen las bases de datos y corrigen los tipos de prescripción. Inútil resistirse, puesto que no hay escapatoria: o eso o la oscuridad, la ignorancia y el error. En mi farmacia hemos tirado casi todos los viejos vademécums, y los que quedan son aprovechados, por su espesa contundencia, para alisar una receta arrugada o sujetar dos piezas fijadas con pegamento. Por mi parte, he sometido los miedos a un laborioso tratamiento de desinhibición para poder acercarme al teclado sin parapetarme tras la bata.

Actualmente, entre mis auxiliares se ha hecho imprescindible una jovencita que contraté el año pasado, con apenas veinte años. Ante sus certeros tejemanejes cuando los demás, angustiados, no sabemos cómo desbloquear el sistema o qué pestaña abrir, no hay otra que la humilde rendición a su sapiencia. Día y noche, y desde que tiene uso de razón, esta chiquilla está unida al planeta a través de un móvil con la pantalla multifunción y medio centenar de aplicaciones. El otro día le conté cómo nos metíamos una pandilla de diez en el Seiscientos a cambio de que me explicara, pasito a pasito, igual que a un párvulo, qué debo hacer cuando el programa se pone borde. Me resisto a afiliarme a ninguna red social, pero ella me dice que si no lo hago, en poco tiempo sencillamente no existiré; puede que termine diluyéndome en una incierta nebulosa, y pasaré a la posteridad como el último humano civilizado que se empeñó hasta la ofuscación en saber siempre qué cara tenía quien le hablaba. Escalofriante.

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