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  • El botón del pánico

Hasta hace pocos años, en las salas de espera de ambulatorios y hospitales pendían de las paredes unos carteles en los que una enfermera con el dedo índice sobre sus labios cerrados nos invitaba a permanecer en silencio o hablar en voz baja. En otro, una mujer ante la sala de rayos X se preguntaba «¿Estaré embarazada?» 

Ahora el ambiente es de cierta crispación y, en las paredes, además, aparecen unas advertencias en las que podemos leer: «Quien agreda a un médico podrá ser acusado de un delito de atentado y condenado a una pena de hasta 5 años de prisión, conforme al protocolo firmado el 5 de mayo de 2008 con la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Madrid y el Ilustre Colegio de Médicos de Madrid».

Cerca de la Sala de Curas encontramos otro cartel similar referido a las enfermeras.

Ya hay un centenar de sentencias de condena a agresores de médicos o personal sanitario, algunas de ellas por delito de atentado. Un familiar que pierde los nervios o un paciente descontento, cualquiera puede provocar un episodio violento contra un trabajador sanitario.

Los profesionales de los centros sanitarios de diversos puntos del país contarán con un botón del pánico con el que podrán alertar de forma inmediata de posibles agresiones que puedan producirse en sus consultas. Dentro del Plan de Prevención y Atención contra las Agresiones, se ha diseñado esa nueva herramienta disuasoria que permitirá a los profesionales lanzar desde su ordenador un mensaje de alerta. En el ordenador emisor del aviso no aparecerá ningún mensaje en la pantalla para no alertar al agresor, pero al activar el médico dicho botón aparecerá un mensaje en el resto de equipos del centro y podrá actuarse rápidamente.

El hacer pública esta noticia ha conseguido que se reduzcan prácticamente a la mitad este tipo de agresiones verbales o físicas. Es un medio disuasorio, al parecer, eficaz. Pero, ¿y el paciente? ¿Quién protege al desventurado que traspasa la puerta de Urgencias? Como ejemplo, baste un caso del que yo misma fui testigo. Nicerata es una octogenaria internada en una Residencia de Ancianos. Durante una madrugada en la que no podía dormir, estuvo manipulando las barandillas protectoras de la cama hasta que logró bajarlas. Amanecía cuando se cayó al suelo. No podía mover el pie derecho. En una ambulancia, sin que nadie la acompañase, fue trasladada a un hospital de la zona sur de Madrid. Un solícito camillero la dejó sentada en una silla de ruedas ante la sala de Urgencias. Eran las 8 de la mañana. Sufría un fuerte dolor, no había desayunado y estaba bajo el chorro del aire acondicionado rodeada de otros pacientes y sus familiares. Se acerco a ella una enfermera: «Nicerata cariño, ahora te haremos una placa». Dos horas después, y ya lejos del chorro del aire gracias a un paciente de los que esperaban como ella, la anciana seguía quejándose por el dolor, con el tobillo cada vez más inflamado y demandando la atención del personal sanitario: «Señorita por favor», «Oiga, joven». Ni caso. Tiene hambre y sed. Una auxiliar repite la cantinela de que en un momento la llevarán a hacerle una placa. Se queda adormilada. ¿Dónde está el botón del pánico para pacientes tan vulnerables como estos que llegan solos al hospital?

A la una de la tarde, Nicerata tiene ya su propio botón del pánico. No es de alta tecnología, se lo ha fabricado ella misma con la maña que le dan sus muchos años. Y lo activa. Está débil, pero su voz retumba en la sala de espera, suena alta y clara «Si no me atienden ahora mismo, me cago encima». Segundos después, una cariñosa auxiliar empujaba la silla de ruedas con una sonriente Nicerata, complacida ante la promesa de saborear un yogur al finalizar la prueba, hacia la Sala de Radiografías.

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