Es verdad que no hay razones de fondo, ni de forma, para el optimismo. Caminamos por un sendero sombrío, insolidario, con la soledad propia del anónimo corredor de fondo, siempre a punto de rendirse. Es verdad, también, que los signos que recibimos no generan síntoma alguno que permita levantar la moral. El porvenir en España parece dirigirse hacia la hecatombe; los nuevos dirigentes autonómicos, acuciados por el desastre y la inseguridad, ni muestran reflejos para entender las preocupaciones de sus votantes, ni se aplican a escuchar, ni parecen suficientemente preparados para que pueda ir recuperando su caudal este río reseco y sin vegetación en sus orillas. El ejemplo de Cospedal en Castilla-La Mancha es, para los farmacéuticos, toda una declaración de intenciones sobre el rayo exterminador que puede alcanzar en los próximos meses a nuestro trabajo, nuestras ilusiones y nuestra forma de ser profesionales. Tampoco van bien las cosas en Baleares, con un presidente que sí debería entendernos, o en Cataluña donde la sanidad parece el único sector donde recortar a toda costa.

Se añade in extremis el Gobierno central que se luce con su última medida para colapsar laboratorios, distribución y farmacias, reduciendo el nivel y la calidad del empleo, sin que, como contrapartida, se perciba ahorro alguno en esas cuentas del gran capitán que a nadie convencen, ni dentro ni fuera de nuestras fronteras.

El panorama desde el puente, sea el río o el mar que queramos vislumbrar, es más oscuro que los cueros de los heavys más conspicuos. No queda un átomo de ilusión y cunde el desánimo.

Busco entre mis viejos recuerdos para concederme un motivo de esperanza y lo encuentro, hace ya veinte años, en la fecha simbólica que preside estas líneas. Fue ese día, el 15 de noviembre de 1991, en un recóndito y apartado paraje muy parecido al paraíso, allá en el valle de Ordesa, rodeados de nieves e incomodidades, donde un grupo de farmacéuticos incondicionales venidos de todos los rincones de nuestra piel de toro –lo siento por los antitaurinos– y de nuestras islas, se empeñó en poner en marcha un proyecto que acabarían desarrollando más de tres mil compañeros en todo el país. Fue el primer plan de educación nutricional organizado por el Consejo General. El programa fue un rotundo éxito y luego se han venido repitiendo las experiencias. Tampoco entonces los vientos eran favorables a la farmacia –¿lo han sido alguna vez?–, pero el empuje, la convicción y la capacidad de tantos voluntarios pudieron con todas las dificultades. No citaré nombres; habría que nombrar a los tres mil que hicieron posible la iniciativa, pero alguno de los firmantes de esta sección que ha brindado El Farmacéutico a AEFLA estaban allí y ocuparon después o están ahora en puestos relevantes de nuestras instituciones. Las nuevas generaciones profesionales tienen que recoger el testigo de acciones como aquella. Hoy con los medios técnicos disponibles y las redes sociales en nuestra mano, debería ser más fácil la comunicación y el intercambio de ideas para dar con el gesto, el impulso y el estímulo que vuelvan a poner ese brillo en los ojos que parece faltarnos a casi todos.

Ahora que las nubes son negras, que apenas parece quedarnos energía, que las bambalinas tiemblan como si estuviéramos en medio de un desenfrenado tsunami, alguien debería inventar algo y buscar en la imaginación de unos sanitarios que se sienten indefensos, la fórmula capaz de devolvernos el entusiasmo y las fuerzas para seguir peleando por esta profesión que ha sido, es y será siempre maravillosa.

Necesitamos otro 15-N; y esa fecha está antes, naturalmente y mientras lo permita Spielberg, que el históricamente zarandeado 20-N. Puede que estos párrafos estén revestidos de un cierto tinte de proclama a la desesperada, pero es lo que me pide el actual estado de ánimo en el que ejerzo mi compromiso con la sociedad; detrás de un simple, pero muy cercano, mostrador.

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